Mi primer recuerdo está ligado a la enorme olivera de casa. Siempre me pregunté por qué en mi familia se utilizaba el femenino para referirse a la milenaria olivera, mientras que se usaba el masculino para nombrar a los cientos de olivos de nuestras tierras. Era un ejemplar frondoso, más alto que el edificio que constituía nuestro hogar, de copa redondeada y tronco grueso, anudado, bifurcado casi a los dos metros, cuyas innumerables ramas se mantenían a suficiente altura del suelo para que los niños pudiésemos corretear bajo ellas sin riesgo de golpearnos.
Estaba situada en uno de los laterales de la tradicional casa de mi familia, proyectando su sombra protectora sobre nuestro hogar. Piedras y argamasa, casi tan antiguas como la propia olivera, agradecían los sutiles cuidados manteniendo la frescura del recinto frente al intenso castigo del sol estival. Sus raíces, profundas como mi familia, se adentraban bajo la casa y, en alguna habitación, daban al suelo una protuberante irregularidad, que a los niños nos resultaba entrañable.
Ese primer recuerdo, del que no puedo sustraerme por mucho que pasen los años, me sitúa bajo la olivera, mirando boquiabierto a mi abuelo y mi padre, afanosos, lidiando con una recia maroma que ataban en torno a una de las ramas más resistentes de la olivera. Finalizada la ardua tarea, después de las comprobaciones de seguridad pertinentes, me dejaron probar mi primer columpio. ¡Las horas que pasamos mis hermanos y yo bajo el arrullo de la olivera, balanceándonos!
Mi madre y mi abuela escuchaban la algarabía de los tres chiquillos con una sonrisa. Sólo tenían que asomarse a una ventana para cerciorarse de que todo andaba bien.
El roce de la maroma contra la rama de la olivera producía un sonido marinero, un quejido lánguido, sin resentimiento, como ese que producen las madres después de un duro día de cuidados infantiles, mezcla de cansancio y satisfacción. Es un sonido tan evocador como el evanescente aroma del cocido, que siempre me trae a la abuela.
El vínculo de mi familia con la olivera milenaria siempre fue muy peculiar. No la sometían a la poda exhaustiva que sufrían los olivos dedicados a la producción de aceituna, sino que la dejaban crecer libre, salvo por algún retoque en las ramas bajas, para evitar accidentes a los niños. Nunca dio una producción abundante, ni olivas de calidad: eran pequeñas, verdes y arrugadas. Sin embargo, en mi familia eran consideradas toda una delicia. Después de la recogida a mano y algún que otro vareo de las ramas altas, los dos o tres capazos de olivas —no las llamaban aceitunas como al resto—, eran partidas y puestas en agua durante un par de días. Una vez depuradas, las olivas se ponían en salmuera dentro de unas garrafas redondeadas de cristal de boca ancha, protegidas por esparto trenzado. La cantidad exacta de sal la determinaba la flotabilidad de un huevo, que mirábamos entre divertidos y asombrados los niños. A la salmuera se le añadía tomillo, romero, olivardilla y hojas de algarrobo. Ahí se dejaban macerar las olivas durante días, hasta que se convertían en el mayor manjar de nuestra mesa. ¿Cuántas generaciones de mi familia habrán degustado esa centenaria receta?
Mi infancia transcurrió en torno a la milenaria olivera, la cual me vio crecer como antes a mi padre, a mi abuelo y a todos nuestros ancestros. Sin embargo, no todo fueron alegrías en aquellos días. El nacimiento de mi hermana pequeña, un parto tan costoso como expresaron los tremendos gritos de dolor de mi madre, la dejó debilitada y postrada en la cama durante semanas. Temimos por su vida, pero no fue a ella quien se llevó la parca, sino a mi hermanita del alma, que apenas pisó la tierra. Después de las correspondientes exequias, no fue enterrada en el cementerio del pueblo, sino que se la llevó al pequeño camposanto que había construido mi familia no muy lejos de casa. Allí yacían nuestros antepasados, siempre ligados a la tierra, por la que habían nacido, vivido y en la que finalmente reposaban.
Desde aquel día, quizá fuese por la llegada del invierno, noté a la olivera más oscura, con menos brillo en sus hojas, como si compartiese la tristeza que inundaba nuestra familia.
La tragedia de la muerte de nuestra hermana ensombreció nuestros días. Llegó en la etapa en la que comencé el colegio y pasaba más tiempo en la escuela que en el campo. Conforme fui creciendo, con la ausencia de mi hermana siempre presente, mis tareas en el campo fueron aumentando. Cuando se vive de la tierra, toda ayuda es poca. Mis pequeños bracitos se fueron robusteciendo entre el cuidado de los animales, usados para la labranza de las tierras, y el abonado y poda de los olivos. Aunque mi mayor aportación al trabajo familiar se producía durante la recogida de la aceituna. En ese periodo ni siquiera iba a la escuela y toda la actividad de la casa se centraba en recoger los frutos de tanto esfuerzo. Acudían mis tíos y tías, mis hermanos y primos, incluso algún vecino, al que posteriormente ayudábamos en la recogida de su propia cosecha. Hasta madre cambiaba los fogones por la vara y las mantas de lona. La única que se mantenía en casa era la abuela, preparando unas contundentes migas «ruleras» para reponer energías después de las intensas jornadas en los campos.
Mis primeras experiencias en la recogida de las aceitunas fueron más lúdicas que productivas. Correteábamos los chiquillos alrededor de los olivos donde los adultos faenaban, entre risas y chascarrillos, recogíamos aquellas aceitunas que quedaban fuera de las lonas y las depositábamos en cestos y capazos. Con la edad empecé a usar la vara, como los adultos, y aquellas diversiones infantiles se fueron diluyendo cosecha tras cosecha, sustituidas por la progresiva exigencia del duro trabajo. Terminé la escuela con buenas notas, algo poco habitual en mi familia, aunque no seguí estudiando. De aquel período sólo me quedó una intensa afición por la lectura y una buena cabeza para las matemáticas, muy útil cuando de gestionar una hacienda se trata. Tras el colegio, el campo se convirtió en mi principal ocupación.
Otro recuerdo que se mantiene indeleble en mi memoria es la muerte de mi abuelo. Fue uno de los sucesos más dolorosos de mi adolescencia, tan imprevisto que ni siquiera los achaques de la edad lo anunciaron. Una tarde de estío se fue a dormir bajo la olivera, al fresco, y nunca despertó. En casa todos quedamos consternados. Dejó un vacío tan grande como sus sabios silencios. Siempre lo recordaré como un hombre afable y prudente, al que nunca oí gritar, con la capacidad de aportar equilibrio a la familia con tan solo un gesto: su expresión severa, por medio de la cual ahogaba su ira o su malestar en un remanso de tensa calma, que a todos nos ponía en nuestro sitio.
Los gritos y lamentos de la abuela cuando encontró su cuerpo inerte bajo la olivera aún resuenan en mi memoria con un eco atemporal. No sé si es fruto de la dolorosa distorsión de mi inconsciente, pero al sumergirme en el laberinto de mi memoria, veo un lecho de hojas de olivera alrededor del cadáver de mi abuelo, como si el ancestral árbol llorase su pérdida.
Quien más lo echó en falta fue mi padre, que asumió el deber patriarcal a una edad demasiado temprana. Mostraba entereza en público, pero mientras estábamos entre los olivos, cuando creía que no podíamos verlo, escuchaba sus sollozos ahogados y sus lágrimas regaban la tierra.
La prematura muerte de mi abuelo vistió de negro a las mujeres de mi familia durante años. Mi abuela no escogió otro color desde entonces. En pocos años la vi encogerse y marchitarse, no tanto por una vida ligada al trabajo de la tierra, como por el peso de la pena y el dolor de la ausencia. A pesar de ello, nos acompañó hasta los ochenta años, viendo crecer a hijos, nietos y bisnietos, bajo la sombra de la olivera.
Hará unos cincuenta años que nos dejó, pero lo que sucedió tras su entierro me ha llevado a escribir estas palabras para nuestra nueva generación. Su muerte fue tan natural como la vejez misma. A su entierro asistieron todas las gentes del pueblo, incluso algunos de localidades vecinas. Desde que enviudó, había dedicado su tiempo no solo a cuidar de su familia, sino también a velar por el bienestar de la población. Nunca faltó su ayuda a nadie y, pese a su falta de estudios y conocimientos, promovió —casi exigió— con tesón y buenas palabras, la dotación por parte de las autoridades de un médico permanente en el pueblo.
Siguiendo la tradición familiar, fue enterrada en el camposanto consagrado por las autoridades eclesiásticas en los tiempos en que nuestra familia aún mantenía su señorío. Fue un día ventoso de invierno y recuerdo el plañido de las ramas de la olivera despidiendo a la abuela. No destacaría dicho suceso si, en la siguiente primavera, no hubiera aparecido un brote sobre su tumba, una endeble vareta de olivera. Quienes nos dedicamos al cuidado de los olivos sabemos lo perjudiciales que resultan dichas varetas cuando crecen alrededor de sus troncos; no obstante, es muy inusual que brote una a más de treinta metros de distancia del único olivo cercano —nuestra imperecedera olivera— y más si es en un camposanto. Os preguntaréis cómo sé que el brote le pertenece: cuando fui a arrancarlo para limpiar la tumba de mi abuela, vi que surgía de una raíz gruesa, cuya procedencia me llevó hasta la milenaria olivera. Las mismas raíces que recorrían el subsuelo de la casa familiar y casi se adentraban en ella, habían llegado hasta el cementerio, fusionándose con nuestros antepasados.
Entonces me vino un pensamiento, muchos lo llamarían superstición y en otros tiempos habría sido quemado por ello, pero comprendí el profundo vínculo de nuestra familia con la ancestral olivera.
Ahora, mientras escribo estas líneas y ya siento la última llamada de la tierra, quiero pediros a vosotros, mis hijos y nietos, que me permitáis formar parte del eterno círculo de nuestra familia y enterréis mis cenizas bajo la olivera.