La talla de mi vida

Mireya Marcén Uriel

La aldea era bien conocida por la belleza de sus paisajes, sus numerosas fuentes de agua y sus sembrados de olivos.

Manuel, el único niño huérfano de esta aldea, era conocido por su legado familiar, un pequeño olivo, débil y enfermo. Era el único de todo el sembrado con esa condición, pues el resto de olivos se alzaban al cielo con un gran porte desde hacía cientos de años. Para Manuel, su olivo era un gran tesoro, pues había permitido que él y su familia, durante muchos años, sobrevivieran gracias al aceite que de él obtenían.

Nunca le importó que el aceite que le daba su olivo no estuviese a la altura de la calidad del resto, pues a él, le permitía cada día mojar y reblandecer el pan duro que le alimentaba, freír las pequeñas sardinas que pescaba en los días que sentía que la suerte lo acompañaba, pues no tenía habilidad en dicha tarea. Además, también, le permitía elaborar jabón y, sólo en ocasiones muy especiales, hidratarse la piel, todo un lujo para aquellas personas que podían permitirse derramar en su piel unos pocos centilitros, renunciando al beneficio que podían obtener de ellos.

Manuel era consciente que la enfermedad de su olivo, “el tizne” (que eran unos hongos que se alimentaban de las excreciones azucaradas y que impedían lentamente la actividad fotovoltaica de las hojas), se acrecentaba con las excreciones de las palabras y emociones que el resto de los habitantes de la aldea le lanzaban, día tras día. No les gustaba que formara parte del sembrado, ya no sólo porque no era como el resto, sino también por el miedo de que sus hermosos olivares fuesen contagiados de tal enfermedad, pues el aceite, y sus productos derivados, les permitían gozar de un estatus primordial.

No estaba dispuesto a perder su gran tesoro, su único compañero que le quedaba en la vida, por lo que decidió pasar todo el tiempo bajo su regazo mientras él le daba apoyo a su delgado cuerpo, sombra en los días de sol y cubierta en los días de lluvia. Manuel le susurraba con una tierna emoción que no le importaba lo que pensaran de él, ni tampoco le importaba ya que no diese aceitunas, lo único que quería era que viviese. Fue tal la conexión que sentían mutuamente que Manuel decidió buscar trabajo para poder costear la cura a su enfermedad, pues su amor incondicional sólo retrasaba aquel proceso lento y doloroso. No sabía el tiempo que le quedaba, por lo que empezó una cuenta atrás. Una noche, entre lágrimas, le pidió al cielo que lo mantuviese vivo hasta que él volviera, que haría todo lo que estuviese en sus manos para salvarlo, ya que nadie le iba a conceder esa ayuda. Fue el único deseo sincero y de corazón que pidió. El cielo, le respondió con una hermosa luna llena que no sólo alumbraba la aldea, sino también un pequeño camino que se alejaba tras los olivares. Manuel sabía que era la señal de partir en busca de un trabajo, ya que donde él vivía no había oportunidades, y menos para un pobre hombre sin experiencia alguna.

Al alba, Manuel partió rumbo a su nuevo destino, sin viandas y sin equipaje, sólo lo que llevaba puesto: la esperanza de regresar pronto con su viejo amigo.

El camino se tornaba complicado, lleno de piedras y de malas hierbas, pero qué importaba, era la señal del cielo. Tras varios días de recorrido, Manuel llegó a una aldea, la cual no tenía nada que ver con la suya. No había muchos olivares, pero sí muchos talleres de alfarería, carpintería, herrería… A pesar de las muchas oportunidades que veía para encontrar trabajo, Manuel no tenía experiencia y, taller tras taller, rechazo tras rechazo, fue sufriendo todo tipo de insultos y menosprecios.

Totalmente abatido por la falta de humanidad, a la cual ya estaba acostumbrado, siguió el camino señalado por el cielo, sabía que era el correcto, porque así se lo dictaba su corazón.

A pocos kilómetros encontró una pequeña, pero acogedora posada en mitad de un bosque. Desde el camino, podía apreciarse el agradable aroma que desprendía la leña y, además, un dulce olor a tortitas recién hechas. Manuel no disponía de dinero ni de ningún objeto de trueque para poder comprar viandas. Pese a ello, sabía muy bien que, pasada la medianoche, los posaderos tiraban las sobras de comida para alimentar a los animales hambrientos. Esperaría el tiempo necesario cerca de la posada, sin ser visto, pero cerca del calor que se escapaba, disimuladamente, por unas pequeñas ventanas, las cuales estaban siendo cómplices de Manuel.

A pesar de la oscuridad y de la fina silueta de Manuel, el posadero lo descubrió. Estuvo observándolo durante un largo rato. Algo en su interior le decía que no era un vagabundo, ni un ladrón, sino más bien un reflejo de lo que él un día fue. Siempre se sintió en deuda con la vida ya que años atrás vivió la misma situación, por lo que decidió pagar su deuda. El posadero se acercó a Manuel rogándole que no se asustara y, al mismo tiempo, con un gesto tierno y agradable, le indicó la entrada a la posada.

–No tengo dinero ni nada para ofrecerle a cambio – dijo Manuel.

–Nada has de darme, sólo el gusto de conocer tu historia y de cómo has acabado escondido entre los árboles que protegen mi posada–  le dijo, con una dulce sonrisa.

Manuel le contó quién era, de dónde venía y cuál era su misión. Fue una conversación larga y tendida, pues Manuel llevaba muchos años solo, sin hablar apenas con nadie, y menos mostrando sus sentimientos y emociones. Pero algo vio en aquel hombre, algo puro y verdadero, como una nueva señal. Acabada la conversación, el posadero le cogió dulcemente la cara y con un brillo en los ojos le dijo:

–No puedo ofrecerte un trabajo en mi posada, pues apenas obtengo beneficios para poder pagarte un jornal, pero sí dispongo de una cama bajo un techo y de un taller abandonado de carpintería, el cual perteneció a mi hijo. Si deseas quedarte, a cambio te pido que arregles la posada como carpintero. No importa que no tengas experiencia, sé que acabarás haciéndote al trabajo, y yo, en mi tiempo libre, podré enseñarte las maravillas de este oficio.

Sin más preámbulos, Manuel supo reconocer la oportunidad que tanto estaba esperando y aceptó.

Pasaron largos meses de aprendizaje, de arreglos sin fin y de noches en vela, pero finalmente, logró arreglar todo lo que el posadero le pidió. Manuel se sentía feliz porque había aprendido el oficio de carpintero. Cuando miró el camino que había recorrido hasta aquel hermoso lugar, un sentimiento de nostalgia inundó todo su cuerpo, pues no había obtenido beneficios monetarios, su objetivo principal.

Aquella noche, volvió de nuevo a contemplar el cielo, esperando encontrar una nueva señal que le indicara qué hacer. Instantes después, su contemplación se vio interrumpida por un gran estruendo procedente del taller. Se trataba de una figura tallada en madera que había impactado bruscamente contra el suelo de piedra. El posadero dejó sus quehaceres y salió corriendo dirección al taller. Cuando observó la escena, lo único que podía oírse, en aquella apagada noche, fue su llanto. Se trataba de la última talla que realizó su hijo antes de partir, de un gran valor sentimental. No hubo palabras ni consuelo. No hizo falta.

A la mañana siguiente, Manuel, recogió cada uno de los pedazos de madera y, con sumo cuidado, la recompuso sobre la mesa. Sin saber por qué, minutos más tarde, se hallaba ante un pequeño tronco de madera, rehaciendo la talla de su hijo. No era consciente de lo que estaba haciendo, simplemente se dejó llevar. Acabada, colocó la talla de nuevo en su lugar y se dirigió a la posada con el fin de agradecer y despedirse del posadero.

–Me marcho –dijo Manuel–. Mi labor aquí ha terminado, pero quería ante darte las gracias por la oportunidad y confianza que depositaste aquella noche en mí. He aprendido un gran oficio y he tenido un gran maestro, pero es hora de ganarme el jornal. Prometo que en cuanto pueda volveré.

El abrazo que se dieron fue clara señal de la amistad que habían sembrado juntos.

–Siempre tendrás un hogar aquí –dijo el posadero.

Manuel partió de la posada lentamente, fijándose en cada detalle de aquel hermoso lugar. Jamás olvidaría aquellos meses, jamás olvidaría a aquel hombre bondadoso y humilde. Al cabo de un tiempo, escuchó como algo o alguien se acercaba detrás de él, con paso firme.

–Espera, espera –decía el posadero a voz en grito.

Manuel no tardó en girarse y con una sonrisa le esperó.

–He visto lo que has hecho. Has vuelto a tallar la figura de mi hijo –dijo, entre lágrimas de agradecimiento y felicidad, mientras alzaba con una mano un papel arrugado–. Antes de que te vayas quiero decirte que nunca podré agradecer lo suficiente lo que has hecho por mí. Tienes un gran talento con la talla de madera y, por ello, deberías participar en el concurso de la comarca”.

–¿Un concurso de talla? Me encantaría, pero tengo que centrarme en salvar a mi gran amigo, ya lo sabes. No dispongo de madera y mucho menos de dinero para adquirirla.

–Ya lo sé, por ello, como muestra de nuestra amistad, te ofrezco este saco de madera.

Con gran celeridad, retornó a la posada y Manuel, en medio del camino, contempló el saco de madera. Dentro estaba el papel arrugado que informaba del concurso.

De repente sintió un dolor intenso en su pecho. Algo no iba bien. Su gran amigo se moría. No necesitó mirar al cielo, sabía qué camino tomar. Varios días después, Manuel se encontraba bajo la gran copa de su amigo.

–Perdóname, por favor. No he podido cumplir mi promesa, no he conseguido la cura para tu enfermedad.

Un ligero viento ayudó al olivo a realizar su último movimiento, mientras las hojas caían cubriendo el cuerpo de Manuel. Esa fue la despedida más hermosa que pudo ofrecerle.

Silencio, sólo había silencio. El viento cesó, el sol se escondió dando paso a la noche. Las nubes no aparecieron, ni siquiera la luna. Una parte de él se había ido con su olivo.

Era tal el agotamiento físico y mental de Manuel, que cayó en un profundo sueño. En él, se encontraba junto a su olivo. No podía hablar, eso estaba claro, pero una voz emanó desde lo más profundo de su existencia y le dijo:

–Siempre estaré vivo en ti, porque el vínculo que nos unió no se puede separar. Aunque mis hojas y mis ramas no sirvan, mi corteza sigue latiendo. Acepta mi regalo, sé que sabrás darle un buen uso.

Despertó con el corazón acelerado. A sus pies, se encontraba el saco de madera que le regaló su buen amigo el posadero. ¡Estaba claro, tenía que participar en el concurso! No importaba el premio, ni siquiera el reconocimiento, solo importaba hacer algo verdaderamente hermoso con la corteza.

Llegó el día. El concurso de la comarca se celebraba en una aldea muy próxima a la suya. Sabía que en él participaban grandes artistas, gente de clase alta, entre otros. Se escuchaba música, las pisadas de los bailes, el vocerío de la gente…

Poco a poco se fue acercando. Su respiración se aceleraba, sus ojos reflejaban un pantano de emociones, el vello de su cuerpo se erguía firme, dirección al alboroto y, lo más importante, su gran amigo le acompañaba en el corazón.

Manuel empujaba, un tanto acalorado, su carrito, construido con la madera que le regaló su amigo el posadero, y lo depositó detrás del escenario, sin apenas ser visto. Allí se encontraban el resto de obras de arte que iban a ser presentadas.

Las obras se iban numerando por el jurado, en el orden de llegada. Su número era el nueve. Se retiró con el resto de gentío a la espera de poder desvelar su gran obra de arte. Fue una espera larga.

Empezó el concurso. Lo que más sorprendió a Manuel fueron las vestimentas, el porte y la labia con que la gente presentaba sus obras. Añadir que ellos mismos formaban parte del espectáculo, intentando incluso desviar la atención del público y del jurado para disimular imperfecciones de talla, escala y proporciones. La gente aplaudía extasiada con los ojos como órbitas.

Se acercaba su momento. Cogió aire, cerró los ojos y elevó su rostro pálido al cielo. Sintió como una fuerte energía lo envolvía. Y se escuchó:

–A continuación, la obra número nueve. El autor, que suba al escenario por favor.

Más aplausos. Cesaron. Se miraron entre ellos buscando al autor.

Los pasos de Manuel se volvieron sigilosos mientras avanzaba dirección al escenario. La gente empezó a abrirle paso con cara de asombro. Se podía escuchar cómo se decían entre susurros:

–¡Oh! ¿Quién es ese? A saber qué habrá hecho… Este concurso solo debería ser para artistas y no para aficionados… –y un sin fin de comentarios.

Pero qué hermoso fue lo que se empezó a formar a los pies de Manuel. La hierba se inclinaba en acción de reverencia. Un saludo celestial. Los pequeños animales buscaban hueco para estar en primera fila, los arboles agitaban silenciosamente sus copas y las flores hacían palpitar sus pétalos como gesto de aplauso a Manuel.

El jurado, un tanto desconcertado, le dio las pautas de presentación adecuadas para que Manuel expusiese su obra.

Allí estaba, delante del público y próximo a su carrito. Una fina manta de hojas ocultaba la talla. Con una voz algo temblante dijo:

–Mi nombre es Manuel y provengo de una aldea próxima. Mi talla es una conmemoración a un viejo amigo que se marchó hace un tiempo. Solo pido que se juzgue mi obra, no a mí.

Delicadamente, retiró el manto y, como si se tratase de la misma obra de arte, lo depositó con mimo en el suelo.

¡Manuel había recreado a la perfección a su viejo amigo, a su olivo!

Era tan real que parecía recién arrancado del sembrado y puesto sobre un carro de madera para transportarlo. La corteza de la talla era la corteza que su olivo le regaló.

No hubo palabras, solo gestos de asombro e incluso de admiración. Muchos habitantes de su aldea se encontraban presentes y no daban crédito a lo que sus ojos contemplaban.

Era el olivo más bonito, joven, sano y fuerte que jamás habían visto.

Unas lágrimas de amor se deslizaban sobre las mejillas de Manuel. Sintió cómo su viejo amigo volvía a nacer, a la par que su alma se reconstruía.

– ¡Señoras y señores, tenemos ganador!

Los miembros del jurado se alzaron estrechando la mano a Manuel. El resto de obras empezaron a ser retiradas por sus autores con gestos de envidia y de fracaso. Un hombre, algo tosco, subió al escenario, dispuesto a llevarse el carrito para depositarlo en el lugar de exposición como obra ganadora.

–¡Alto! ¿A dónde se lo llevan? –dijo Manuel.

–Hijo –dijo un hombre–. La obra ganadora es ahora parte de la comarca. Pero no te preocupes, ¡en breve recibirás tu compensación!

–¡No! ¿No lo entendéis verdad? No hay cantidad que pueda pagarse por mi gran amigo. ¡Ni si quiera entendéis que está vivo! ¡¡Es la talla de mi vida!!

Manuel agarró fuertemente el carro y salió corriendo con su obra de arte. No miró atrás. Sin descanso, y como si una fuerza le empujase, llegó a su hogar. Directo al sembrado, colocó la talla de su vida en el lugar natal de su amigo. Mientras enterraba las raíces que había añadido en último momento, con la esperanza de que se aferraran a la tierra, le dijo, entre lágrimas:

–Siempre estarás en el lugar que te corresponde. No le perteneces a nadie, solo a la vida. No fueron lágrimas de tristeza o de miedo. Fueron lágrimas que llevaban talladas las palabras amor incondicional y vida.

Esas lágrimas permitieron el resurgir de su gran amigo, el olivo.