La vida de Juan Argüelles

FRANCISCO MARTÍNEZ CALLE

Burgina, un pueblo agazapado entre las últimas estribaciones de la Loma de Úbeda, en los tiempos en que Juan Argüelles andaba por el mundo, se hallaba rodeado de olivas, algunos viñedos y numerosas hazas destinadas a la siembra de trigo, cebada y garbanzos.

Dedicados a la agricultura desde siempre, los habitantes de Burgina, del mismo modo que sus añosos olivares, se habían tenido que adaptar al clima continental de la zona, el cual oscilaba entre los rigurosos fríos de invierno y los sofocantes calores del verano.

En Burgina, casi nunca pasaba nada (a excepción de las sucesivas cosechas de aceituna, la mayoría malas, algunas regulares y pocas muy buenas), hasta que un día, ya mediada la primavera del año 31 del siglo pasado, fue proclamada la Segunda República en España.

Por estas fechas, Juan, hijo de un panadero de la localidad, casado con Joaquina y padre de varios hijos, había logrado comprar una cuerda de tierra calma, lindera con otra cuerda de olivas de su propiedad, heredada de su padre. Pensaba Juan que al unir ambos rencajos, conseguiría un patrimonio que, si no le daba a la familia para vivir holgadamente, al menos le proporcionaría los recursos indispensables para poder sobrevivir.

Por supuesto, eso sólo sería posible después de que Juan plantara más olivas en la tierra recién comprada; enterrara entre ellas algunos sarmientos que, convertidos en vides, pronto le darían uvas y vino; repoblara con diferentes árboles frutales el padrón de la finca y, en fin, cultivara varias clases de hortalizas en la parte más húmeda de la finca.

Pero no muchos años después de la llegada de la República, como si una cosa llevara a la otra, cuando más esperanzas de ser redimidos de la pobreza y la ignorancia albergaban los trabajadores, dio comienzo la Guerra Civil entre unos españoles, los azules, y otros españoles, los rojos, tan españoles como los primeros, pero de ideas contrarias. Esta guerra cruel, como todas las guerras, envenenó el corazón de unos y otros y exacerbó sin medida el deseo de derramar sangre y ejercer la venganza por ambas partes.

En realidad, la guerra en Burgina, además de los constantes temores y preocupaciones generalizadas, no produjo demasiadas víctimas mortales. Dos o tres terratenientes, un cura y un funcionario, durante la contienda, y varios izquierdistas en la posguerra, como consecuencia de las represalias de los vencedores. Sin embargo, sí que tuvieron que permanecer durante varios años en la cárcel muchísimos de los vencidos, condenados a padecer hambre continua y frecuentes torturas, por el sólo hecho de haber colaborado con la causa republicana.

Uno de estos represaliados, Juan Argüelles, una vez recobrada la libertad, aunque siempre amenazado con perderla, casi sesentón, comenzó a ir todas las mañanas, a lomos de su burra Canaria y en compañía de su perra Sultana, a sus propiedades, unas setenta olivas y otras tantas vides, situadas en el paraje de Los Álamos, casi abandonadas desde el comienzo de las hostilidades, en julio de 1936.

Deseaba Juan por entonces, más que ninguna otra cosa en el mundo, recuperar su reducido pegujal. Pero su propósito, sin embargo, no era tarea fácil, pues carecía de aperos, de recursos y de la ayuda de sus hijos, ya casados. De poder cuidarlas como él sabía y como antaño había hecho, Juan obtendría de sus setenta olivas el aceite del año para la casa y quizás alguno más para sus hijos; de las viñas, vino y pasas para el invierno; de los árboles del padrón, frutas variadas; y del huerto, regado con cántaros de agua traídos de un manantial cercano, varias clases de hortalizas. De no ser suficiente con eso para mantenerse él, su mujer y uno de sus hijos, aún soltero, pensaba complementar sus ingresos echando algunos jornales ocasionales en algún cortijo de los alrededores de Burgina.

De modo que Juan, con una voluntad indomable, a finales de los años cuarenta, se consagró en cuerpo y alma al cultivo de sus olivas, por las que sentía una incontrolada pasión, como si de seres humanos se tratara. A partir de entonces, invariablemente, durante el invierno, junto a su mujer y la ayuda ocasional de algún hijo, les cogía la cosecha, más o menos grande, según viniera el año. Luego, antes de que llegara la primavera, las cortaba, se traía los palos a casa y quemaba el ramón en la misma finca. Después, cuando se las araban, les cavaba los capotes y les esparcía el estiércol acumulado junto al huerto, en varias camadas del olivar. En verano les quitaba las pestugas, que otros llaman varetas. En septiembre, les limpiaba las cabezas a los troncones y les cortaba los chupones, esas ramas nuevas y verticales de escaso rendimiento. Y, por último, en otoño, para preparar la recolección, les hacía los suelos con el fin de facilitar la recogida del fruto.

De todas formas, Juan acudía todos los días a sus olivas, no sólo por tener que ejecutar las faenas agrícolas, sino por si algún mal del cielo, algún animal salvaje, los hielos de la mañana, los aires de la noche, los estragos de la sequía, los destrozos de las tormentas o quién sabe qué cosa más les había producido algún daño, por leve que fuera, a sus queridas olivas, a su más preciado tesoro, a sus verdaderos caprichos. Hasta tal punto era así, que Juan incluso les hablaba como si ellas pudieran contestarle, como si fueran personas, como si de miembros de su familia se tratara.

—A ti te toca aguantar el pisoteo de la borriquilla, porque también te aprovechas del estiércol que el animal te proporciona con sus deposiciones diarias— le decía a la oliva más grande de la finca, en cuyo solar Juan había construido una choza para él y un sombrajo para la Canaria.

Y no sólo conversaba con ellas, sino que las denominaba con nombres individuales, según alguna de sus características. Así, estaba la Palanca, la Helada, la de Cornezuelo, la de Manzanilla, la Nudosa, la Gordal… Y del mismo modo estaban numeradas, según su posición en la finca, desde la primera a la última, distribuidas en siete hiladas con diez unidades en cada una de ellas.

Un día de primavera, a la vuelta del trabajo, Juan, con enorme tristeza, se dirigió a su mujer:
—Este año, Joaquina, por desgracia, no habrá una buena cosecha, porque las olivas apenas tienen cañamón y la mitad de las que tienen está vacío, por culpa de las calores tempranos que lo han sofocado por completo.

—Juan, hijo —le respondió su mujer, resignada— no sé por qué te haces de ilusiones…

La decepción de Juan fue mayúscula, porque había pensado que ese año, de darse la cosa como él esperaba, habrían tenido aceite más que suficiente para el consumo; podrían haberle hecho unos arreglos a la casa, que bien los necesitaba; podrían haberle renovado los aparejos a la Canaria, que falta le hacían; podrían haber sacado algunas telas del comercio para renovar el vestuario del matrimonio; podrían haber limpiado los atrasos de la tienda, nunca saldados por completo; y finalmente, si no surgía ninguna urgencia, podría haber conseguido el poco tabaco que consumía, cuando las circunstancias se lo permitían.

Pasado el invierno de ese año de mala cosecha, más frío y lluvioso de lo normal, ya acabada la recolección de la aceituna, Juan se dirigió una tarde a la almazara de Burgina, con el fin de conocer las características del nuevo aceite. Una vez allí, no pudo resistir el deseo de acercarse al molino para ver cómo, solo por decantación, de poza en poza, corría sereno un río de oro verde, símbolo de riqueza y bienestar para todos. Al cruzarse con uno de los molineros, que salía a respirar un poco de aire fresco mientras preparaban un nuevo cargo en la prensa, Juan le preguntó por la calidad del producto:

—¿Qué tal el aceite de este año?

—Pues, hombre, será bueno, por lo menos, eso creo yo —le respondió cauteloso el empleado—, pero sería mucho mejor si no se mezclara la aceituna de suelo y de vuelo, si se trajera al molino más limpia, si la molienda se hiciera en menos tiempo, si tuviéramos otros medios de extracción más modernos…

—Y si el tiempo acompañara… —añadió Juan, quien había sufrido durante la campaña las caprichosas variaciones del tiempo en sus propias carnes.

—Sí, señor, así es, como usted lo ha dicho, que el tiempo que haga durante la recogida de la aceituna también influye en el aceite.

Al anochecer, durante el camino de vuelta a casa, Juan no dejó de pensar en algo que juzgaba de necesidad absoluta: si los olivareros querían que su cosecha les fuera rentable, además de las indicaciones del molinero para obtener aceite de primera calidad, era imprescindible una buena comercialización del producto.

Era esta, por cierto, una creencia muy extendida entre los socios cooperativistas de Burgina, convencidos de que sin nuevos mercados y sin unos representantes capaces de vender directamente el aceite, los intermediarios serían los grandes beneficiados del negocio.

En fin, sin otro trabajo estable y sin ninguna perspectiva de futuro, Juan siguió entregado por completo al cultivo de su hacienda. Por este motivo, transcurrido un tiempo en que no dejó de prestarles todas las atenciones de que fue capaz ni de llevarles todos los serones de estiércol que pudo, las plantas parecieron transformarse. De tener un color más bien apagado, sin brillo y sin jugo en sus ramas, se convirtieron en un bosque verde, frondoso y rico en frutos.

Con el paso del tiempo vino, por fin, uno año lluvioso en otoño y sin bochornos en primavera, en el que Juan pudo observar cómo la trama de sus olivas creció vigorosa en marzo; cómo en abril, cada espiguilla se transformó en un racimo de cañamones; cómo en mayo cada árbol era una esfera cubierta de pétalos blancos con una diminuta bola en su corazón; y cómo en junio, cada planta era un enjambre de aceitunas, cuyo dueño no se cansaba de contemplar, no obstante haber visto la renovación de la vida en el campo, desde que tenía uso de razón.

—Este año, Joaquina, —le comentó Juan a su mujer una tarde de otoño— es seguro que vamos a tener la cosecha del siglo. Habrá trabajo, por lo que los más desgraciados remediarán muchas de sus necesidades, y el aceite valdrá buenos dineros, que a todos nos viene bien.

—Me moriré, Juan, y no sabré lo que es eso —respondió Joaquina, con su escepticismo endémico.

Pasaron los días y tras algunas tormentas a primeros de octubre, que tiraron mucha aceituna al suelo, levantaron la tierra e hicieron mil arroyaderos, llegó el mes de diciembre y con él, pasada la festividad de la Inmaculada, el comienzo de la recolección. Ese año, la recogida del fruto se hizo con demasiado barro, por la intermitencia de las lluvias, que no permitieron que el suelo permaneciera seco.

Debido a la excepcional cosecha, ya bien acabada la campaña de la recolección, aún se acumulaban en las trojes del molino más kilos de aceituna que nunca. Por otra parte, al alargarse el tiempo de la molienda, el rendimiento del fruto fue menor y el aceite, con haber mucho, no tenía la calidad de otros años, por lo que su precio descendió notablemente.

A los pocos meses de la entrega de la aceituna en el molino, cuando Juan fue a la oficina de la almazara a liquidar su cosecha, se encontró con que no había ganado, ni mucho menos, lo que él esperaba.

—Tampoco este año ha habido una buena cosecha, Joaquina —se lamentó Juan, mientras le mostraba a su mujer unos pocos billetes arrugados en la mano—. Los olivareros estamos maldecidos por alguien que no permite que levantemos cabeza.

—No te preocupes, Juan. Tú ya sabes que la alegría dura poco en casa de los pobres —le respondió su mujer, sin darle más importancia al asunto, mientras hacía un gesto a medio camino entre la indiferencia y la resignación.

Al día siguiente de la liquidación, más temprano que de costumbre, Juan se levantó, aparejó la Canaria, le colocó el serón, se lo llenó de estiércol, y con unas canastillas de mimbre se disponía a irse a las olivas. Tenía ahora más claro que nunca que con sus olivas nunca sería rico, mas tampoco le faltaría ni a su mujer ni a él un pedazo de pan que llevarse a la boca. Había decidido, pues, dedicarles mayor tiempo aún a sus olivas, base de su sustento, espejo de sus cuidados y refugio de sus días.

—¡Juan, ten cuidado! —le advirtió Joaquina, cuando se alejaba de la casa—. ¡Que ya no eres ningún niño, ni tu corazón está para muchos trotes!

—El día que no pueda ir a mis olivas, me muero. Tenlo por seguro, mujer; porque mis olivas no son sólo olivas. Ellas son también mi propiedad y mis dueñas, mi deber y mi placer, la ilusión de mi vida y la más gozosa de mis obligaciones, que lo sepas.

Parecían contener las palabras de Joaquina alguna maligna premonición porque, pasadas unas horas, cuando algunos paisanos trajeron a Juan de vuelta a casa, ya casi había perdido el conocimiento, respiraba con dificultad y apenas podía mover los miembros de su cuerpo.

Joaquina preguntó entonces a quienes recogieron a su marido, entre muchas cosas más, si sabían qué le había ocurrido:

—Seguramente, le ha fallado el corazón, por haber hecho algún esfuerzo más grande de lo normal… —dijo alguien sin demasiada convicción.

—Un ictus —precisó otro de los presentes, muy seguro—, por causa del calor.

A los pocos días de aquello, murió Juan Argüelles sin volver en sí. Era el final de un hombre sencillo, siempre pendiente de sus olivas, a las que consideraba los seres más generosos de la tierra, capaces de colmar de paz y de bienes a quienes decidieran vivir de ellos y para ellos.