Soy Francisco, un joven jienense para el que pintar era todo lo que sabía hacer. Pintar era lo único que quería hacer hasta que Tomás se presentó aquel caluroso día de agosto de 1921.
Tomás era un hombre ya mayor, aunque menos de lo que aparentaba su piel dura y curtida por su trabajo en el campo, sus ojos verdes, brillantes y vivos reflejaban su inteligencia y su honestidad. Aquel día esos ojos verdes miraban mis trabajos expuestos en la calle.
“Son hermosos” dijo mientras me tendía la mano para presentarse “sobre todo este” volvió a decir mientras señalaba un dibujo a carboncillo de un gran olivo. “ese árbol soy yo. Si tienes tiempo me gustaría convencerte, delante de un vaso de vino, para que me lo regales” acepté su invitación, total, aquel domingo, como casi todos, la suerte no me acompañaba y no conseguía vender ningún cuadro.
Me llevó a su casa, era una edificación grande pero humilde, estaba un poco vieja y tenía un gran olivo plantado en el patio. Allí estaba su esposa, también una mujer con la piel castigada por el sol, pero aun así se apreciaba que era más joven que él. Apareció en la sala, como un huracán, una niña de pelo negro con grandes ojos verdes dando la bienvenida a su padre, esos ojos verdes tenían el mismo brillo que los de Tomás. Reclamó toda su atención fundiéndose en sus piernas con un gran abrazo. Él la levanto con sus fuertes brazos para acomodarla en su regazo. “María, hija, saluda al nuevo amigo de papa, Paco es un artista.” La familiaridad con la que dijo mi nombre y el hecho de que me llamara artista hizo que una oleada de felicidad de orgullo y de vergüenza recorriera mi cuerpo, creo que incluso me ruboricé. María, que también se llamaba así la mujer, nos sacó a la mesa una jarra y unos vasos de barro acompañados de un plato con pan y queso. Tomas sirvió vino en los vasos, me ofreció queso y empezó a narrarme su vida.
“En 1871 siendo yo un niño de la edad de María, más o menos y viniendo de una familia humilde de Fuente del Rey, aquí en Jaén, mis padres me vendieron junto con otro hermano, dos años mayor, a un terrateniente. Este hombre nos enseñó todo lo que había que saber sobre los olivos y su fruto, haciéndonos trabajar en un olivar que ocupaba hectáreas y hectáreas de tierra andaluza. Yo era un niño inquieto y esos árboles parecía que me hablaban, que su aspecto rudo escondía el fruto más delicado. Estaba fascinado; mis ganas de saber y mi forma de trabajar sin descanso, me llevaron a ser encargado a una edad muy temprana. Pasaron los años y era feliz trabajando allí con al menos la compañía de mi hermano. Pero eso duro poco. Mi hermano sufrió una larga enfermedad que le llevo a la muerte. Los meses que mi hermano enfermó, no descansé ni un momento, hacía la labor en el campo de los dos y luego pasaba las noches en vela cuidándolo.
Cuando el terrateniente se enteró de mi dedicación y de mi pena, apiadándose de mí, decidió que casarme sería lo único que podría animarme, organizó casamiento con una joven del pueblo. María era una chica muy guapa pero muy joven y yo nunca había estado con ninguna mujer, fue todo muy nuevo y los dos iniciamos el matrimonio, temerosos. Aunque ahora estamos encantados, muy enamorados y felices con la hija que hemos tenido”. Esto último me lo decía abrazando y llenando de besos a las dos Marías de su vida.
Impresionado por su historia y a la vez muy apenado dije, “la verdad que me ha conquistado su historia, pero no puedo dárselo, ese cuadro era un encargo de un señor y todavía tengo la esperanza de que venga a recogerlo, no se lo puedo dar y mucho menos regalar.” no quería que pensara que me estaba aprovechando de su amabilidad por la comida, la cual llevaba varios días sin probar, así que me ofrecí a darle otro de mis trabajos, pero no quiso aceptarlo. Un poco triste abandoné la casa, otra vez solo, otra vez sin dinero, con un techo lleno de goteras y ni un trozo de pan que llevarme a la boca, esta familia se había convertido en mi familia por las horas que permanecí en su casa, hacía mucho tiempo que nadie era amable conmigo.
Diez domingos más pasaron hasta que el señor que me encargó el olivo apareció por mi puesto ambulante para decirme que ya no quería el cuadro; deseé que en ese momento apareciera Tomas con su familia de vuelta a casa tras la misa dominical como otros días los había visto, así poder devolverle su gratitud, pero aquella mañana no los vi. Miré en mis bolsillos y sí, ahí estaba mi última moneda de plata, fui a la taberna y compre vino, me dirigí decidido a la casa de Tomás con el cuadro y la botella.
Allí con la familia pasé otra de las mejores tardes de mi vida hablando ya de forma más distendida del pasar de la vida y cantando viejas canciones populares. Llegó la hora de marchar y otra vez la tristeza me invadía, el calor que esa familia me daba no era capaz de aguantar el frío de la noche. María envolvió en un paño una hogaza de pan con un gran trozo de queso. Y me lo metió en el zurrón que estaba lleno de pigmentos, aceites, carboncillos… al introducirlo uno de los frasquitos de aceite se cayó al suelo. Tomás lo recogió y me miro a los ojos con un brillo especial, como si hubiese tenido la mejor de las ideas, aunque puede ser que el brillo fuera también producto del vino que ya se había terminado. Me cogió del brazo con fuerza y me dijo con tono rotundo y alto “ven mañana temprano”.
Al día siguiente fui con él dónde decía que era más feliz, dónde las historias se cuentan en silencio y sudor… La verdad que aquel lugar era mágico.
Era un vasto terreno lleno de olivos milenarios que el ulular del viento en sus ramas canta canciones ya olvidadas por los hombres, en el cielo estaba amaneciendo y un amarillo rayo de sol se reflejó en una gota de rocío depositada en una oliva, como mostrando al mundo el oro líquido de su interior. La gota resbaló por el lateral circular de la aceituna y cayó en la tierra que pisaban mis pies. Entonces levanté la vista y pude ver una hermosura que jamás había visto en nada. Era vida, era historia, eran sensaciones, colores, olores. Lo era TODO. Entendí a Tomás mejor de que lo pensé entender a nadie nunca, “este es mi secreto para seguir adelante día a día” me dijo con ilusión en la voz “quizás pueda ser también el tuyo, la semana que viene empezamos la recolección, si fueses temporero aquí conmigo podrías ahorrar y el resto del año seguir dedicándote a la pintura”.
La semana que tuve antes de empezar a trabajar en el campo llené lienzos y lienzos con los colores que vi en el olivar aquel amanecer.
Ese invierno fue duro en trabajo, pero rico en sensaciones y conocimiento. Todo era nuevo para mí. Cada mañana el sol anunciaba una nueva jornada de trabajo, entre el olivar se disolvía la cuadrilla agrupándose bajo esas impresionantes muestras de historia para empezar la labor y recoger las aceitunas ordeñando sus ramas. Yo cada día era más feliz y mi cabeza se llenaba de inspiración para nuevos cuadros. La parada del almuerzo dejaba a la gente relajarse alrededor de la hoguera para reponerse del frío, allí algunos contaban historias, otros cantaban coplillas, pero yo no cesaba de hacer bocetos de paisajes, escenas y retratos. Tomas siempre marcaba la vuelta al trabajo cantando una canción que yo ya se la había oído cantar en alguna ocasión y que la debió aprender cuando llegó desde su pueblo para trabajar aquí. Todo me llenaba y así pasaban los días. La familia de Tomás se convirtió en mi familia y me dejaron un cuarto para dormir en su casa. La soledad se había marchado.
Cuando pasó la temporada de la aceituna yo estaba con las energías cargadas para pintar. En el patio de la casa me llegaban desde el olivo los olores que en la sierra había experimentado y mi mente se transportaba a esos días de trabajo. Mis cuadros estaban llenos de color y entusiasmo hasta los retratos de los trabajadores estaban llenos de vida y de luz. Este cambio en mi vida se reflejaba en mis lienzos y las ventas callejeras empezaron a subir, después de tres temporadas trabajando en la aceituna mi suerte cambió y empecé a hacerme un nombre como pintor. Los señoritos más importantes de la región y después de toda Andalucía empezaron a encargarme obras para sus lujosas casas. Un día vino a buscarme al patio, donde estaba pintando al lado del olivo, María la hija de Tomás. Ella siempre estaba jugando por allí y en cuanto yo me disponía a pintar ella me observaba desde una rama del olivo, solía estar horas allí subida en silencio, sólo mirando cómo pintaba. Pero aquel día venia agitada, “¡Paco, Paco!” gritaba desde el otro lado del patio mientas venia corriendo y agitando un papel que llevaba en la mano, “el cartero trajo esto para ti”. Me reclamaban en Madrid para realizar unos importantes retratos.
En tres días tenía todo mi equipaje preparado y me disponía a despedirme de esa familia que se había convertido en la mía; Tomas y su mujer me dieron un fuerte abrazo mientras la pequeña María se colgaba de mi brazo mientras me pedía una y otra vez que no me fuese, me agaché sobre una rodilla para ponerme a su altura y le prometí que solo sería una temporada; “Antes de que me eches de menos estaré aquí de vuelta” le dije convencido de que era la verdad.
Los 8 años que viví en Madrid mi vida cambio de nuevo, en general tuve bastante éxito, pero muy inestable, económica, social y sentimentalmente. Mi pintura volvió a tornarse oscura llena de negros y grises, solamente cuando recibía carta desde Jaén, escrita a manos de María, me invadían otra vez los olores de la sierra y con ellos la esperanza y los colores. Sólo mi corazón sabía lo que echaba de menos aquello. Cada vez esas cartas se distanciaban más en el tiempo, quizá también debido a que yo no solía contestarlas, mi excusa era que siempre estaba muy liado, pero no era verdad. Me dolía pensar en ellos. Hasta que esas cartas dejaron de llegar.
Un día mi corazón estaba más triste de lo normal, supe que sólo lo curaría volver a aquel olivar milenario. Pero al llegar allí tampoco había color. Tomás lloraba desconsolado a las raíces del olivo del patio. Mi emoción se tornó en preocupación en un instante y soltando mi equipaje corrí hasta donde estaba aquel hombre, “María, la luz de mi vida, ya sólo da energía a este árbol.” Me decía entre lágrimas, nunca pensé ver a aquel hombre así, ese hombre que antes me había parecido indestructible. Tomás era ya casi un anciano del cual sólo reconocí sus ojos, verde aceituna, las pronunciadas arrugas de su rostro ya machacado no sólo por el trabajo en el campo sino también por la edad se me antojaban parecidas a la corteza de los olivos que tanto amaba. Le sequé las lágrimas con mis manos de pintor llenas de pigmentos y se tornaron de un amarillo intenso, lágrimas de aceite… Me abrace a él y le ayude a levantarse para dirigirnos dentro de la casa.
Mientras deshacía mi equipaje en lo que años atrás fue mi habitación se oía un ligero sollozo desde el comedor, el sollozo cesó y a continuación sonaron unos pasos acercándose. Tomas desde el quicio de la puerta me empezó a hablar con una voz débil, “Ella estaba enferma, la mató la tristeza. Cuando te marchaste fue un duro golpe, Paco, te quería como a un hijo, pero cuando se fue nuestra hija para trabajar en el servicio de una casa en la ciudad fue el golpe definitivo.” Nos volvimos a abrazar.
En los siguientes meses no me separé de él, bajo su mando me encargué de todo; de la casa, del olivar y muy a su pesar de cuidarle a él. Me encontraba feliz de estar allí, con mi “padre” respirar esos olores y volver a ver aquel campo lleno de vida y color.
Tomás solamente quería hablar del olivar, de cómo había ido la cosecha ese año y del excelente aceite que se estaba extrayendo. Apenas hablaba de su mujer, y de su hija no quería saber nada, nunca lo dijo, pero parecía que la culpaba de la muerte de su madre. Las Marías de su vida ya no estaban, sólo le quedaba el olivar, donde siempre había ahogado su tristeza, donde siempre se había sentido refugiado, pero al que ya era demasiado viejo para ir a trabajar y cuidarlo.
Una tarde, ya con las últimas luces del día, estaba pintando en el patio como siempre y me fijé detenidamente en el olivo, sus hojas se estaban secando, todas empezaban a amarillear. Un ruido proveniente de la casa me alertó. Corrí todo lo que pude hacia allí, entré por la puerta de casa de un salto y encontré a Tomás en el suelo. Lo llevé a la cama y llamé al médico. El viejo olivo estaba enfermo, Tomas estaba enfermo, el color se marchaba de mi vida otra vez.
Al igual que hizo Tomás cuando su hermano enfermó, por el día me ocupaba del olivar, con todo lo que me había enseñado, y las noches las pasaba en vela cuidando de él mientras preparaba doble la ración de ungüento que me mandó el médico y se la echaba también al olivo del patio. A ratos la desesperación se apoderaba de mí y cuestionaba todo lo que hacía. ¿Por qué echaba ungüento para personas en el olivo?, no podía quitar de mi cabeza la primera conversación que tuve con él en la que al pedirme el cuadro del olivo me decía que era él. Acaso estaba perdiendo la cabeza. Ya no sabía que más hacer, como Tomás no mejoraba decidí acercarme al pueblo y preguntando conseguí la dirección de la casa donde estaba María trabajando, le mandé una carta contándole todo, el fallecimiento de su madre y el crítico estado de salud de su padre, pero nunca hubo respuesta.
En todo el tiempo que estuvo en cama Tomás nunca me habló, pero una noche agarró mi mano y dijo, “entiérrame junto al olivo” su vista se quedó perdida y empezó a tararear la canción con la que solía marcarnos la vuelta al trabajo.
“A los olivaritos mi amor, qué dolor,
salero mío voy a esperarte.
A ver como se mueven, mi amor, que dolor,
las hojas verdes, cariño mío…”.
Su voz sonaba cada vez más débil hasta que su mano dejo de apretar y todo se quedó en silencio, la vela que alumbraba el cuarto se apagó y el negro volvió a mi vida.
Tal y como me pidió, fue enterrado en el olivo del patio. Junto a su esposa. Mientras recogía mis cosas para abandonar la casa se levantó un fuerte viento, miré por la ventana y el gris que hacía días invadía el cielo se fue marchado para dejar paso a los rayos del sol; iluminando el olivo que se volvía a ver más hermoso que nunca. A lo lejos vi una figura avanzando con una maleta. Salí a ver de quien se trataba, era una hermosa mujer, pero el viento hacía que su largo pelo negro se moviera por su rostro impidiéndome verlo. Por fin se acercó lo suficiente y al instante reconocí sus enormes y brillantes ojos verdes. El color volvió a mi vida. Estiré mis bazos con duda pensando que sería un espejismo, si lo era me daba igual, agarré a María hasta casi hacernos daño, la esperanza volvía a mí de nuevo.
Mientras nos abrazábamos con fuerza el aire agitaba las ramas del olivo y sonaba una canción que pude reconocer.
“A los olivaritos mi amor, qué dolor,
salero mío voy a esperarte.
A ver como se mueven, mi amor, que dolor,
las hojas verdes, cariño mío…”.