Lágrimas de olivo

El buscador de señales

El sol entra por la pequeña ventana de Juanito, esos primeros rayos de sol que te devuelven la vida y te despiertan de tus cálidos sueños, como sólo la madre naturaleza sabe hacer cuando estás en medio del campo, derrochando esa luz siempre acompañada de una suave brisa que acaricia con delicadeza tu rostro y te reanima suavemente hasta que tus ojos se abren y tu perezoso cuerpo se estira.

Otro día más, piensa Juanito mientras se acerca a la ventana y se va acostumbrando a la claridad del día.

Ahí está contemplando el paisaje, como sólo se puede admirar desde su reducido mundo, de un pueblecito de la provincia de Jaén, de no más de cincuenta personas en un día de fiesta. En su mirada se empujan las imágenes, los campos llenos de olivos, el riachuelo, las colinas, las flores… Sus ojos no se pueden abrir más, hasta que el horizonte le sorprende. Sin previo aviso, el sol le ciega para devolverle a su ser, ese ser envidiable que esconde todo niño sano, feliz y libre de preocupaciones, siempre rodeado de amor familiar, de fantasía y de ilusiones.

Hora de desayunar. Ve la ropa plegada en la silla de su habitación, esa muda que, cuidadosamente y como manda la tradición, aparece cada mañana perfectamente dispuesta. Se cambia y baja corriendo, lleno de energía, con esa sonrisa que delata la falta de miedos, alimentada únicamente por la esperanza.

Ese ritual que se repite a diario. Saluda a su madre y se sienta a la mesa, con la seriedad que da el estómago hambriento, esperando la leche recién ordeñada y sus tostadas con aceite, como a él le gustan. Y, como cualquier otro día, echa en falta la compañía de su padre, el padre más maravilloso del mundo. Lo ve como una persona noble y de buen corazón. Cuando él no está a su lado, nota un vacío imposible de llenar. Como siempre, interroga a su madre en busca de la tranquilidad que da el saber que todo está bien. ¿Dónde está papá?

Desde hace un tiempo hay algo que le preocupa. Eso que los mayores llaman futuro y de lo que parece que nadie sabe nada. Ahora se siente mayor, él también desconoce su futuro, sólo vive su presente. De su pasado, sólo recuerda que había perdido a su amigo Carlos, porque sus padres se habían ido del pueblo en busca de un futuro mejor para su hijo. Temía que, algún día, el futuro viniera a por él y se lo llevara del pueblo, que lo alejara de lo que más amaba, de su mundo.

Tenía que superar ese miedo y se lo contó a su madre, la cual le regaló una de esas miradas que bendicen la inocencia y apaciguan el alma. Después, se sentó junto a él y le amparó en su regazo diciéndole:

-No te preocupes cariño, ya lo entenderás, sabrás lo importante que es este lugar para tus padres. Jamás nos iremos de aquí.

Terminó su desayuno y salió corriendo de la casa. Era pronto y las calles estaban solitarias, tan sólo una mujer se afanaba en echar agua a la acera, algo que él tampoco entendía, ¿Por qué regaba si no había plantas? Los mayores hacían cosas muy raras.

Iré al campo a ver a mi papi, pensó. No sé por qué no me lleva con él, ya soy mayor. Además, tengo que aprender a amar a los olivos como lo hace él porque, si ellos no me quieren, tendré que marcharme cuando sea mayor. Así que, hasta que pueda acompañarle, le vigilaré y aprenderé.

No puede estar lejos, el campo se ve desde mi ventana. Recuerdo cuando mi mamá me indicaba dónde estaba trabajando papá, aunque muchas veces decía que lo veía sólo por complacerla y hacerla feliz. Ella me repetía lo mismo, una y otra vez, como si fuese lo más importante del mundo, algo que debería recordar siempre en mi mente, como un regalo de vida que debería estar guardado en mi memoria:

-Mira a papá, con qué cariño cuida de sus olivos. Aprende de él, algún día serás y harás su labor.

Tomó el camino del río, cada día más estrecho. El tiempo y la maleza se iban apoderando de su espacio y, cuánto más se alejaba del pueblo, más se estrechaba, como si a cada paso perdiese vida, como si los caminos tampoco quisieran alejarse del pueblo. Entonces, pensó, ¿qué pasaría si desapareciese antes de llegar al río?, me perderé y, lo peor, estaré solo.

Justo en ese momento llegaba a la orilla del río. Un pequeño puente de piedra y madera antigua lo cruzaba. Desde lo alto contemplaba los campos, el pueblo y el discurrir de las claras aguas del riachuelo que, a las justas, se mantenía en esa época de año. Su corriente era lenta, como si luchase por mantener algo de caudal un día más, como si supiese lo vital que era para la existencia de todo cuanto le rodeaba.

A pesar de la eterna sabiduría que atesoran los niños, Juanito no llegaba a entender cómo alguien podía abandonar aquel lugar, lleno de luz y de magia. Magia con mayúsculas, esa que perdemos a cierta edad, esa que, sin darnos cuenta, hace que entendamos el lenguaje de las hojas, el susurrar de las aguas o el sonido del viento.

-¡Allí están los olivos! -gritó, como si alguien lo estuviese escuchando-. Me acercaré lo más silenciosamente posible, sin que me vea papá, hasta que termine y pueda volver con él.

Siguió caminando lentamente, sin meter ruido alguno hasta llegar al centro del campo. Se quedó paralizado ante lo que veían sus ojos. ¡Un olivo gigante!, el más grande que había visto nunca, unas diez veces más grande que cualquier otro. Se le antojaba que era el papá de todos los olivos. Se acercó con cuidado, como el que no quiere molestar ni despertar a nadie, miró alrededor y no pudo ver a su padre.

Creo que este es el árbol, si él me ama, los demás también lo harán. Espero que quiera hablar conmigo, aunque no me conozca. Juanito empezó a hablarle, como sólo una mente inocente e ingenua puede hacerlo, con esa fe ciega que no ve ningún problema, de la forma más natural, como sólo los niños saben.

-Querido olivo, he venido aquí porque quiero amaros como lo hace mi papá. Quiero aprender a cuidaros y atender vuestras necesidades, quiero que vosotros me aceptéis y me queráis mucho, así, podré quedarme aquí para siempre, dónde soy feliz con mi familia.

De pronto, una lluvia de hojas empezó a caer suavemente. El niño se acercó e intentó abrazar al viejo árbol, mientras le preguntaba:

-¿Por qué lloras? Apoyó su cabecita con cuidado en la rugosa piel del olivo y escuchó como sólo pueden escuchar las almas puras, esas que no conocen lo imposible y se comunican con el corazón.

-Lloro porque te entiendo, porque yo, después de casi mil años, he vivido de todo. He oído hablar de cómo tratan a los árboles fuera de aquí. Los maltratan, les cortan sus ramas, les quitan la mayor parte de sus frutos, los envenenan con productos tóxicos y los esclavizan, cada día más, para aumentar la producción. En otros lugares, los talan o los arrancan porque molestan, o los llevan para decorar lugares. Separan a nuestras familias, no valoran ni respetan la naturaleza. Aún sueño con que se me llevan a otro lugar y, perdido, no sé volver. Por eso cada día lucho por afianzar mis raíces y las hago crecer un poquito más, intento ser grande y fuerte, para mejorar mis frutos cada año, y para que tu padre se sienta orgulloso de mí. No sé qué haría sin mi familia. Aún recuerdo cuando nací en este campo, nadie me plantó, llegué con el viento, como otros muchos que aún pueblan la comarca. Aquí crecí. De mí salieron el resto de las generaciones, hasta cubrir los campos que puedes ver.

-Puedes estar tranquilo, yo te protegeré. No permitiré que nadie te arranque y se te lleve, ni que te toquen una sola hoja. Hablaré con mi papá, él es fuerte y nos protege a todos. Será fácil, mi mamá dice que los olivos son lo que más quiere en el mundo.

-Conozco perfectamente a tu padre, recuerdo que tuvimos una conversación muy parecida hace unos cuantos años. Él nunca nos ha fallado.

-¡Qué bien! Ahora lo entiendo mejor. ¿Te das cuenta? Ya no tienes de qué preocuparte, compartimos un futuro común. Quiero hacer un trato con vosotros para asegurar ese futuro. Para estar todos tranquilos. Me gustaría que nuestras familias estuviesen juntas para siempre, como una sola. ¡Se me ha ocurrido una idea! -y salió corriendo camino a casa mientras gritaba: -Les diré a mis papás que te adopten como abuelito y seremos una gran familia.

Una fina lluvia de hojas volvió a caer del viejo olivo, esta vez, todas verdes. Eran lágrimas de esperanza, “LÁGRIMAS DE OLIVO”.