Enterré sus cenizas excavando junto a las raíces de aquel olivo, aquel que le gustó porque decía que se podía leer mi nombre entre los tres troncos que lo formaban. Yo jamás pude ver mi nombre, pero tampoco he visto sirenas, ni hadas en el bosque. Ella decía que sí y yo le contestaba que estaba loca.
—Por ti.
Y así no había manera de discutir.
En noviembre fui a recoger aceitunas del olivo, las puse en un bote y lo enrasé con agua como le había visto hacer a ella cientos de veces. Supongo que debía haberlas rajado, y quizás agregar una ramita de tomillo, pero no lo hice. A mí no me gustan las aceitunas. Pero puse el bote en la encimera de la cocina, en el centro y pegado a la pared. Donde ella las ponía a madurar, ocultas de la luz del día, olvidándolo por completo hasta febrero que era cuando abría el bote y comía directamente de él. Siempre me ofrecía, siempre me negaba.
El bote empezó a oscurecerse de manera que ya no se veían las olivas, así que lo abrí y le cambié el agua. Y entonces me di cuenta que había una aceituna que era distinta, dorada y con la piel aterciopelada. Pensé en tirarla, pero lo que hice fue apartarla y meterla en otro bote que puse junto al primero. Fui a google, pero no encontré nada sobre aceitunas doradas. Raro —pensé—, y entonces sospeché que quizás tuviera algo que ver con sus cenizas,…con su alma, con ella…
¿Y si era ella?
Supongo que la echaba de menos.
No, no lo supongo.
Llegó febrero y abrí los botes, un olor amargo me llegó a la nariz y me acordé del tomillo. Da igual —pensé—, no me las ibas a comer. Las puse en un plato grande y coloqué la aceituna dorada en el centro.
—Hola. De alguna forma he llegado a pensar que eres una aceituna especial. No eres como las demás, tu piel es dorada y eso me turba hasta el punto de que te estoy hablando. Sé lo que pasará ahora. Ahora te cogeré y te meteré en mi boca y veré lo que ocurre, lo cual es estúpido e irracional. Pero ¿qué puedo hacer?
Cogí la aceituna y la comí. La mastiqué y estalló en mi boca. El sabor me confundió, me recordó su desnudez entre las sábanas, la sal de su piel, su pelo ensortijado y la forma en la que decía mi nombre. Lloré. Lloré sin poder evitarlo, lágrimas que eran de aceite, tristes por no tenerte, alegres por volverte a ver. La intimidad del momento rodeaba la cocina y me dejó enmarañado en algo más que tu recuerdo, en tu cercanía de ese instante, en tu voz que acudía a mí sin palabras. Estabas allí y yo podía sentirte.
Puse el hueso de la aceituna sobre el plato.
Después cogí otra y me la comí. Esta vez fue asqueroso.
Planté el hueso en una maceta con dibujos: un rayo de sol, una piedra de molino y un río azul.
En abril salió un brote. En mayo ya tenía hojitas doradas.
—Supongo que te daré la razón. Sí, ya sabes…, sobre las sirenas y las hadas y todo eso de lo que me reía. Pero ahora tengo pruebas. Sé que de alguna forma estás aquí, en la planta, o tú eres la planta. Sí, de alguna forma. Has crecido. Ahora mides casi treinta centímetros y tienes las hojas doradas, y el tallo de un extraño color marfil. Mírate.
Y entonces le enseñaba su imagen en un espejo que rodeaba de forma lenta por toda su figura, como se hace cuando te vistes con algo especial y te miras girando como un planeta.
La replanté junto al olivo que le sirvió de tumba. Su color dorado hacía que brillara como un faro en plena noche. Una lechuza anidó en su tronco, y era difícil distinguir el plumaje blanco del pájaro entre el color marfil del tronco, salvo cuando abría sus ojos que eran azules, o cuando extendía sus alas y dejaban a la vista el plumón negro entreverado. A la lechuza la llamé Lancelot. A ti seguía llamándote por tu nombre. Un día Lancelot puso huevos. Pero ya era tarde para cambiarle el nombre.
La primera cosecha de aceituna llegó puntualmente en noviembre. Y esta vez decidí prensar el fruto del que salió un oro líquido que olía a tarde de domingo, que sabía igual que una risa sincera y que multiplicaba tu presencia en mis venas haciendo realidad un nuevo encuentro sin palabras, sobre las nubes, tocando el sol, bailando las almas.
A veces me preguntaba si no me había vuelto loco. Solo la vista del olivo dorado hacía de contrapeso a mis dudas. Pero algo en mi interior me incitaba a ir un poco más allá, el aceite que bebía me trasladaba al lugar donde quería estar, pero cómo, me preguntaba. Quizás debí —ahora lo sé— dejar las cosas como estaban, pero uno siempre quiere más y yo sabía lo que quería. La quería a ella. No solo su presencia.
Decidí analizar el aceite y lo llevé a un laboratorio especializado. Los resultados hicieron que me citaran en el laboratorio y me atendió un técnico en bata blanca que me invitó a sentarme en su despacho.
—Tengo que decirle que es la primera vez que veo algo así —comenzó diciendo—. Este aceite no solo tiene las propiedades más sublimes que haya analizado jamás, tiene… algo más.
— ¿Algo más? —No pude sino preguntar.
—Sí. Vea—. El técnico se levantó de su mesa y haciéndome un ademán me invitó a seguirle hasta una mesa donde un microscopio enorme descansaba. Me mostró el ocular con la clara intención de que mirara. Apoyé el ojo y miré. Una amalgama de bichitos pululaba ante mi ojo derecho.
—¿Puede verlo?
—Veo bichitos.
—Intente fijar un plano general, no se detenga en los movimientos individuales. ¿Qué ve?
Hice lo que me pedía y me fijé en el contorno de la figura que formaba el conjunto. Levanté la cabeza como un resorte.
—Es…
—Lo es.
Mi nombre.
—Pero esto es…
—Increíble. Extraordinario. Ambas cosas —dijo el técnico con una sonrisa en la comisura de sus labios. No sé de dónde ha sacado las muestras que me ha traído, pero lo cierto es que no es lo único increíble. Quiero que vea otra cosa, venga conmigo—. Seguí la bata blanca aún conmocionado por lo que acababa de observar en el microscopio. Entramos en una sala presidida por una gran pantalla de vídeo.
— Aunque la muestra fue pequeña, tras analizarla la hicimos testar en una cata a ciegas por nuestro mejor sumiller. Siéntese, grabamos en vídeo la cata. Quiero enseñársela.
Apareció una imagen en la pantalla, una mujer —también con bata blanca— estaba sentada ante una mesa con cinco vasitos, tenía los ojos vendados con una máscara negra de esas que yo había visto que se usaban para dormir. Una gran jarra de agua junto a un vaso, este visiblemente mayor que los anteriores, estaba ubicado a la derecha del catador. La cámara que grababa estaba situada justo enfrente de la escena. El sumiller localizó al tacto el gran vaso de agua y bebió un pequeño sorbo, tras depositarlo en la mesa cogió de igual manera la primera muestra y la probó. No la tragó enseguida sino que la paladeó llevándola de un sitio a otro en el interior de su boca, de vez en cuando echaba ligeramente la cabeza hacia atrás deteniéndose un instante buscando recoger todos los matices que debía analizar. Tras ello, levantó apenas unos centímetros la máscara que tapaba sus ojos y apuntó en un papel una serie de marcas. Cuando terminó, volvió a cegar sus ojos, bebió agua y repitió la operación con la siguiente muestra.
—Su muestra es la tercera —comentó el técnico.
La mujer sorbió del tercer vasito y comenzó a paladear el aceite. Siguiendo con su rutina echó la cabeza hacia atrás, pero a diferencia de las anteriores catas se levantó súbitamente. Apoyó ambas manos en la mesa y sus piernas flaquearon. Se arrancó la máscara que le cubría los ojos y estos se descubrieron a punto de salirse de las órbitas. El vídeo no tenía sonido pero se podía ver claramente cómo su boca gesticulaba en palabras. Después cayó redonda al suelo.
—Ella está bien, no se preocupe —intervino el técnico al ver mi cara preocupada—, oímos el golpe y llamamos enseguida a una ambulancia. Está en el hospital y ya ha despertado, sus constantes son normales.
— ¿Qué le ocurrió?
No hubo una respuesta inmediata. El hombre se quitó las gafas y empezó a limpiarlas cuidadosamente sacando una toallita húmeda de su bolsillo. Era metódico en su proceso, se diría que había huido de forma momentánea a otro mundo donde solo existía la toallita, esas gafas y sus pensamientos.
—Le preguntamos, por supuesto —continuó hablando—, ella dice que tuvo una visita. Que alguien le habló y que al hacerlo revivió algo de su pasado.
— ¿Mencionó quién fue?
—Su hijo. Él murió hace dos años. Ahogado. Tenía cuatro cuando se cayó a la piscina del chalet familiar. Apenas pasaron dos minutos, pero no se pudo hacer nada. Ella cuenta que su hijo vino y le habló. Le dijo que no era culpa suya. Que él debía morir, así lo había planeado antes de nacer.
—¿Disculpe? —Interrumpí. Este asunto me estaba sobrepasando, de alguna manera me sentía responsable del accidente del sumiller. Pero el hecho de que ahora se mezclara con la muerte de un niño era algo que me ponía nervioso. ¿Y qué me estaba contando este tipo de un plan antes de nacer?
—Sí, lo sé —Me dijo el técnico en tono conciliador—. Comprendo su reacción, es normal. Pero no es nuevo lo que cuenta nuestra empleada. Hay multitud de narraciones de personas que se autodenominan videntes, o que son capaces de lo que ellos llaman canalizar, gentes que se dicen capaces de ver ángeles, o demonios o qué sé yo…; lo cierto es que en no pocos relatos se defiende que la vida en la tierra es un camino que planea el alma con el fin de encarnarse y pasar una especie de prueba terrenal para evolucionar de alguna manera.
—¿Pero cómo planear, eso se puede hacer, se puede planear la existencia? —Esto estaba empezando a sonarme muy poco serio.
—Por lo visto —contestó el técnico. Al parecer cada uno de nosotros decide dónde nacer, quiénes son sus padres e incluso cuándo y cómo morir. Es un plan de vida.
—Creo que su sumiller está confundida. Creo que el golpe que se dio al caer le hace ver visiones.
—¿Me está diciendo que usted no cree en ello?
—Por supuesto que…
No pude seguir hablando. De pronto recordé la razón de porqué estaba yo allí. Aceitunas doradas, troncos de marfil.
Lancelot vino a recibirme. Con el tiempo habíamos aprendido a apreciarnos. Me gustaba su majestuoso y silencioso vuelo, su color blanco como la luna en una noche cerrada, el giro caprichoso e imposible de su cabeza. Pero esos ojos azules que miraban hasta traspasarte por completo me incomodaban un poco. De alguna manera sentía que él podía ver cosas que yo mismo me ocultaba. Esos ojos violaban mi más recóndita intimidad.
—¿Qué ocurre pajarraco? —Le llamaba así para no dejarme intimidar por su increíble belleza—. Seguro que tú eres capaz de ver mi plan de vida. ¿Cómo, que no sabes que tenemos un plan de vida? —Lancelot ladeó la cabeza noventa grados—. Pues quizás las lechuzas no lo tengáis, pero yo ya sé hasta cuándo y cómo voy a morir, lo que ocurre es que no me acuerdo.
Contemplé el olivo que se alzaba imponente. Había crecido mucho firmemente apoyado sobre su único pie, el vuelo de sus ramas lo circundada no menos de seis metros y el peso de la próxima cosecha en ciernes hacía que se doblaran abrazando una sombra tupida como una tumba. Cogí una aceituna dorada de una rama y aun sabiéndola inmadura la comí. Su amargo sabor no impidió que recordara.
Y entonces me vi desde la distancia, formaba parte de un interminable mar de paz envuelto en un silencio que estallaba. Vi a mis padres cuando aún no lo eran y de pronto entendí. Lo entendí todo. Entendí por qué estaba allí, aquí, en la vida. Estaba aquí por ella, porque solo a ella había amado y ese amor hizo que ella regresara y recordé que había venido a amarla.
Desde lo alto del olivo contemplé mi cuerpo sin vida. Lancelot me miraba y un gesto de su cabeza, que giró imposible, sirvió de despedida mientras ella cogía mi mano y alzábamos el vuelo para volver a ese lugar de donde vinimos.
Y sin volver la vista atrás, supe que el olivo empezó a secarse en ese mismo instante.
