Los olivos que sanan

Laura Velasco del Río

Carmen había dejado los papeles tirados sobre la mesa de la oficina. El ordenador encendido, el bolígrafo sin tapón, el cajón medio abierto. Tenía una hora para ir a la cita con el médico y después volvería. No había querido pedir el día, no era necesario. Aquel dolor de barriga no podía ser más que una intolerancia desarrollada con los años (al cumplir los 50 no es raro que aparezcan), una alergia repentina o un virus más tonto de la cuenta. Cerró la puerta de la oficina en la que trabajaba y abandonó el edificio sin saber que nunca más volvería a entrar.

Carmen no era una mujer corriente. Al menos su vida profesional no lo era. Poseía una finca que daba las mejores aceitunas, no sólo de Jaén, sino prácticamente de toda la provincia. Una herencia familiar a la que estaba abocada: era hija única. Su relación con sus padres era estupenda, que conste, pero lo cierto es que el tema del campo nunca le había llamado la atención. Sus padres quisieron inculcárselo y que fuese ella quien dirigiera el negocio, pero nunca se interesó lo más mínimo. Ni haciendo números, ni dirigiendo al personal, ni mucho menos vareando o cualquier tarea que implicara esfuerzo. Directamente desechó la idea.

Quizás tuvo que ver la gran cantidad de tiempo que sus padres invirtieron en el negocio. Pasaban poco tiempo con ella y Carmen acabó por maldecir aquella profesión que les daba de comer, sí, pero que la alejaba de sus padres. Así, con el fallecimiento de sus padres, Carmen contrató a Claudia, encargada de confianza de toda la vida, para dirigir el negocio familiar. Ella se encargaba, literalmente, de todo. Todas las funciones estaban delegadas en Claudia, en la que confiaba plenamente.

Pero, aunque renegase del negocio –aunque no del suculento dinero que proporcionaba–Carmen tenía su vida profesional muy encaminada. Se sacó unas oposiciones a funcionaria de Justicia con 27 años y llevaba más de dos décadas entre sentencias, juicios y declaraciones de testigos. Le gustaba aquel mundo. Un mundo que se vino abajo en esa mañana del 27 de noviembre.

El cielo nublado parecía presagiar malas noticias. Tras horas de espera en aquella oscura consulta repleta de gente impaciente, llegó el turno de Carmen. Podría decorar lo que vino a continuación, pero lo más real es dejarlo caer como un pedazo de hierro cae al suelo, que fue como sucedió. Sin piedad, sin miramientos, sin anestesia. “Tienes cáncer con metástasis. El diagnóstico es regular, ni bueno ni malo. Comienzas en dos semanas la quimioterapia, luego te operarán y te volverán a dar quimio”. Y así fue como el mundo de Carmen, que hasta entonces se había considerado sensible, débil en muchas ocasiones, frágil y pequeña, cambió por completo.

La consecuencia directa de aquello fue, obviamente, darse de baja. Afortunadamente era funcionaria y tendría una paga. De todas formas, el dinero no era importante. Las tierras costearían por sí mismas todos los gastos de los próximos meses. Y si no hubiera sido así, amigos y familia la habrían ayudado. El dinero era la última de sus preocupaciones. En la lista de “problemas de entrar al infierno”, como denominó a aquella incierta época a la que se enfrentaba, sus grandes temores eran sus hijas, su marido, sus hermanos, sus amigos. Si se le caería el pelo, si dolería el tratamiento. Si habría un mañana con el que soñar. El dinero no estaba en aquella lista.

Tras aprovechar (lo que el estado de ánimo le dejó) los últimos días de libertad y bienestar aparente, comenzó la inmersión en el infierno. La parte física era dura, mucho. Pero la emocional se llevaba la palma. No podía dormir, no podía comer, no podía sonreír. Había perdido la ilusión, y no sabía si algún día podría recuperarla. Acudió a ver a Ángeles, la psicóloga que desde hacía años la trataba. Sabía que no hay que estar loco para ir al psicólogo, es algo necesario: la salud mental es primordial y nunca está de más ese desahogo periódico con un profesional. Ángeles estaba al tanto de la situación y le daba técnicas de relajación y control del pánico que realmente la ayudaban y la ayudarían de cara a esa futura operación.

En su última cita con ella, Ángeles se empeñó en que buscara algo que la entretuviese en sus días de tratamiento. Pero a ninguna de las dos se le ocurría nada. O eran actividades que se escapaban de sus posibilidades físicas actuales, o eran tareas que no motivaban para nada a Carmen. Hasta que a Ángeles se le ocurrió la idea que lo cambiaría todo. Una idea absurda al principio, pero que despertó en Carmen el interés que nunca antes había hallado. “¿Por qué no te adentras en tu finca? Es decir, tus padres pasaron su vida entre olivos, labrando la tierra, recogiendo el fruto, sintiendo el aire puro. Lo que digo es que puede que sea un buen momento para interesarte por la actividad, para conocer de lleno lo que tanto apasionó a tus padres. Tienes la finca al lado de casa, te puede servir para desconectar y para estar con gente… Tengo entendido que ni conoces a tus trabajadores”.

Aquellas palabras, aunque a Carmen le dolieran, eran totalmente ciertas. Tenía que recuperar la motivación por vivir y por seguir con el tratamiento de forma optimista. No podía ir muy lejos, ya que la quimio la dejaba sin fuerzas, pero en sus días buenos podría acercarse a la finca y… dejarse llevar. Quizás se aburriese, quizás se llenase de tierra y se agobiase, quizás el infernal sonido de las sopladoras la mandara directa a casa. Pero tenía que probar. No tenía nada que perder.

Era 22 de diciembre y había salido el sol. No hacía viento, era un día ideal para salir a pasear y evadirse. Era el día indicado para acercarse a la finca. “Carmen, sé positiva. No pienses en los bichos ni en el olor a sudor y, como dice Ángeles, déjate llevar”. Cuando entró, varias decenas de personas trabajaban a pleno rendimiento. Se avergonzaba cuando recordaba que en los últimos años había pisado aquellas tierras menos veces que dedos tiene una mano. Claudia gestionaba todo a la perfección y no necesitaba entrar allí para nada mientras ella estuviese al cargo. Y precisamente Claudia fue la que más se sorprendió al verla llegar (quizás porque fue la única que realmente reconoció a la dueña de todo aquello). Tras explicarle qué hacía allí, Claudia se dispuso a pasear entre olivos con Carmen y enseñarle lo que se estaba haciendo.

Las manos trabajaban a todo ritmo, con la rapidez con la que un pianista toca la Sinfonía nº5 de Beethoven. Varios hombres golpeaban sus varas con fuerza contra aquellos árboles. En algunos momentos le vino a la cabeza la imagen de Don Quijote (los jornaleros) y los molinos (los olivos). Definitivamente Carmen había leído demasiados libros… “No puedo encontrar tanta literatura en un trozo de tierra”, se decía a sí misma.

Pero seguía caminando del brazo de Claudia, y su interés seguía creciendo. Varias mujeres dirigían unos enormes tractores. Le gustó aquella imagen. Eran mujeres con garra, con decisión, con motivación. La motivación que a ella le faltaba en aquel momento de su vida. Siempre le dio a Claudia la directriz de que contratase al mayor número de mujeres posibles, y pudo comprobar que le había hecho caso: eran bastantes las féminas que allí daban lo mejor de sí mismas.

Los vareadores golpeaban los ramones del olivo, formando una especie de abanico que se abría y se cerraba irregularmente a medida que los brazos realizaban movimientos. A la par, los frutos caían sobre los lienzos, cuidadosamente colocados en el suelo. Algunos trabajadores estaban apoyados por máquinas. Carmen no entendía mucho de aquello, pero Claudia le explicó que se llamaban buggies. “Suena a un tipo de hamburguesa americana”, pensó (en voz alta). Claudia se echó a reír. “Ha sido una de las mejores inversiones que se han hecho en la finca”, añadió.

Qué curioso. Carmen ponía el dinero y no sabía ni dónde acababa. Claudia estaba realmente asombrada con el interés de la dueña. Esperaba una reacción más superficial, pero lo cierto es que ésta se metió de lleno en el papel. Se sentía una jornalera más, de no ser porque en aquellos momentos no tenía fuerzas ni para sujetar la vara.

Su primer contacto con la finca no podía haber sido más idílico. Pero aún quedaba lo mejor. “¿Quieres conocer a algunos de los que están aquí? Sus historias son realmente bonitas”, insistió Claudia. Y así, Carmen charló con Antonia, una enamorada del olivar que había aterrizado allí por casualidad, tras ser despedida de la empresa en la que dio lo mejor de sí misma durante más de 20 años al quedarse embarazada.

También le fascinó Javier, el joven de 25 años que ahorraba para pagarse el máster que cursaría el año siguiente. Sus padres no podían permitirse más gastos, así que siempre había tenido que trabajar para estudiar. Los olivos, decía, eran “el hada madrina de sus sueños”. Qué poética forma de decir que tendría que madrugar y trabajar hasta que le doliesen los huesos con tal de cumplir sus anhelos académicos.

Ali no se quedaba atrás. Procedente de Pakistán, tuvo que cerrar la frutería que abrió con toda su ilusión un año atrás por falta de clientes. No podía estar más agradecido con el campo y, en consecuencia, con Carmen. “Que me contrataran aquí nos ha salvado la vida a mi familia y a mí”, comentaba entre lágrimas. Abdalla, por su parte, había llegado en patera a España hacía ya ocho años. Al hablar se le escapaba un ‘ea’ que denotaba que además que nigeriano de nacimiento, era jienense de adopción. En definitiva, decenas de historias de lucha, de fuerza, de ilusión. Historias de vida.

Aquel día Carmen durmió sin necesidad de pastillas. Estaba exhausta. Y al cerrar los ojos, ocurrió algo mágico. Llevaba durmiendo mal y teniendo pesadillas desde que recibió el diagnóstico. Las noches se habían vuelto un infierno: su cabeza daba mil vueltas y su mente no dejaba de pensar y atraer pensamientos negativos. Aquel día, por primera vez desde la fatídica consulta con el médico… Soñó bonito. Soñó que corría, libre, por un prado. Podía parecer la escena de ‘contar ovejitas’ que imaginamos para quedarnos dormidos, o el campo del fondo de pantalla de Windows. Un paisaje idílico. Pero era la forma en la que su mente recreó la finca en la que pasó aquella mañana de diciembre. Cada vez tenía más certeza de que el tajo le alimentaba el alma. No podía dejar ir esas sensaciones. Tenía que volver.

Así, pasó los días de diciembre en los que el tratamiento y el tiempo le daban respiros para acercarse a la finca. Los veía trabajar, charlaba con ellos, y hasta colaboraba en tareas que no requerían esfuerzo. La mantenían entretenida, la hacían sentir útil, y aquella brisa en el rostro la llenaba de paz. Después de diciembre, enero. Más de lo mismo. La actividad en el tajo le devolvía la calma perdida. Los días de campo le permitían dormir por las noches. Y soñar bonito.

Y así, entre olivos e historias, llegó el temido 7 de marzo. El día de la operación. Habían pasado ya unos cuantos ciclos de quimioterapia, más de los que quisiera recordar, cuando se vio tumbada en una fría camilla de hospital. A Carmen le temblaban todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. En su mente, su marido y sus hijas formaban el tándem de la esperanza. Tenía que salir adelante por ellos. Su único pensamiento era que tenía que despertar. Tenía que superar aquella operación. Su obsesión con no volver a abrir los ojos le hizo vivir momentos de auténtica angustia antes de ser trasladada a quirófano. Allí, a sus 50 años, comprendió realmente lo que era el pánico.

Mientras el celador la transportaba a la sala de operaciones, Carmen cerró los ojos. Y además de volver a ver a sus hijas corriendo por el pasillo, a su marido besándola antes de dormir, a su madre abrazándola, a su padre llevándola de la mano cuando tenía miedo… Además de eso, vio la libertad del campo. Vio cada olivo de su finca, cada aceituna balanceándose al son del viento, cada vara en movimiento, cada risa de los empleados, cada sonido de las máquinas, cada deslizamiento de los lienzos. La paz del aire libre. Se concentró en aquel pensamiento, y supo que había hecho lo correcto. Aquellos meses le habían devuelto la paz que perdió en una consulta médica un 27 de noviembre. Y no sólo eso: le habían dado un empujón para sumergirse en el mundo al que pertenecía y no quería ver. El mundo de sus padres, el mundo de sus amigos, de tantos jienenses. El mundo que le daba de comer mientras ella le daba la espalda. Se concentró en la naturaleza y… se durmió.

Habían pasado seis horas. Abrió los ojos lentamente. Allí estaban su marido y sus hijas. No sabía muy bien dónde estaba. “Carmen, todo ha salido bien. Te encuentras en Reanimación”, señaló una enfermera. Poco a poco fue recuperando la consciencia. No del todo, ya que pasaron horas hasta que soltó la sensación de estar drogada.

Pero en aquel momento, con sus seres queridos delante y sus padres en el corazón, aún con el efecto de la anestesia, pronunció unas palabras que después olvidaría haber pronunciado. Pero si algo tienen los anestesiados, los niños y los borrachos, es que siempre dicen la verdad. “Ya estoy deseando volver a mis olivos”. Provocó las risas de su familia, como era de esperar. “Acabas de ser operada y ya estás pensando en el tajo. Años sin pisarlo y ahora estás obsesionada”, bromeaba su marido, emocionado de verla junto a él después de aquellas agónicas horas. “Esos olivos me han devuelto la felicidad que creía haber perdido. La vida es más bonita al aire libre”, añadió.

Rieron, lloraron y su familia se despidió de ella, puesto que tenían que abandonar el área de Reanimación. Pero si algo estaba claro es que dentro de cada uno de ellos había una sensación tan bonita como extraña: la de que todo iba a salir bien.