Navegando en un mar picual

Carlos del Moral Sáez

Mi padre era de Jaén. Nació, para ser exacto, en Cabra del Santo Cristo. En alguno de los momentos me contaba lo bien que lo pasaba en aquel pueblo tan pequeño, y tan apartado de cualquier resquicio urbano. Un pueblo de serranía muy frío en invierno y menos frío en verano. Mi padre nació porque un bebé que esperaba mi abuela Doña Luisa Ollero Hierro, no llegó a nacer. Lo perdió a los pocos meses de estar embarazada. Mi padre ya llegó por albur al mundo que lo llevaría de aquí para allá, hasta encontrar su lugar fijo, no sin dejar de soñar con fronteras desdibujadas en sus esperanzas, que viajaban, como la rama del olivo, volando más allá de sus horizontes.

Entre sus historias de aquel pueblo, recuerdo la de un peluquero que jamás me cortó el pelo, pero al que todos llamaban “El Paparrón”. Parece ser que todos los niños llevaban el corte de pelo a tazón, algo que tiempo después pondrían de moda The Beatles. También existía un niño con kilos de más, al que todos llamaban “El Bolas”; este niño era capaz de provocar olas muy parecidas a las del mar con el movimiento de las carnes de su barriga.

En el pueblo todo el mundo se conocía. Todos sabían que mi familia vivía en la Calle Mayor 25. La casa de las flores. Llamaban así a la casa de mi padre, porque mi abuela todas las mañanas abría las puertas de casa y desde la pared encalada de la calle, hasta el patio interior disponía todas las macetas con colores que ilustraban y reventaban en las hojas de los geranios, las rosas, las margaritas y las lilas. En ese mismo patio mi padre tenía una foto con su hermano Diego. Mi abuelo, el padre de mi padre, Diego del Moral, era abogado y ostentaba un puesto importante dentro del régimen de la época. Digamos que era el que gestionaba el grano en la zona correspondiente. Fue nombrado directamente por su honradez, pero él nunca abandonó su pueblo para reunirse con los ministros. Era el ministro quien había de ir a verle cada vez que tocaba el recuento. Por parte de mi abuela tenían dos hoteles en Marmolejo y varios latifundios de olivos. Contaba mi padre que jugaba entre olivares, y que sus mejores siestas eran bajo uno de los olivos más centenarios que tenía su familia, para después, por la tarde, montar el triciclo por el recibidor del hotel, y corretear desde el Hotel Madrid, hasta el balneario. Lugar al que acudía, por aquel entonces, la alta sociedad española a tomar las aguas tan apreciadas.

Todo era felicidad en aquella infancia bajo el cielo limpio y azul de Cabra del Santo Cristo; hasta que un día, al cumplir mi padre ocho años, y su hermano diez, decidieron enviarlos a un internado en Madrid. Lejos de su pueblo, de sus padres, de todo lo que había conocido como felicidad, llegó a un colegio donde el sol era eclipsado por las sotanas de los curas Salesianos. Contaba mi padre que, en el viaje a Madrid en el coche de mi abuelo, sentía que todas sus entrañas se habían agarrado al triciclo con el que jugaba y le creaban una tensión intrínseca parecida a algo que se desmorona de una manera desbocada.

Los primeros días en el internado fueron como una condena. Sentía que le habían abandonado. Sentía una soledad tan fría en pleno mes de septiembre como para abrigarse del frío que le recorría su enjuto cuerpo.

Echaba mucho de menos la amplitud que le provocaba vivir en un pueblo pequeño. Poder salir de la escuela y mirar al horizonte en el que la serranía se fundía al atardecer con la extensa llanura de olivos, al tiempo que el sol iba descendiendo lentamente tornando todo su alrededor en un arrebol irrebatible de belleza inconmensurable. Elementos naturales que, junto al amor de su padre, al que admiraba profundamente y con el que compartía todas las tardes un tazón de leche y unas onzas de chocolate; el mismo padre que por las mañanas les tenía preparado el cacao caliente y los picatostes con el tomate rallado y el aceite de oliva que derramaba sobre aquellos trozos de pan dorados en sartén, sobre el lento fuego de la leña en la cocina. En las largas noches durante el mes de septiembre en el que fue internado recordaría todos los días que fue más libre en aquella villa recogida a la falda de la montaña.

—Todos los días eran tan torpes en Madrid que el sol tropezaba sobre día, para hacerse daño con el filo de la noche; noche afilada y fina por el miedo de aquellas habitaciones oscuras y mohínas. Como si estar en aquel colegio fuese un traspiés que me obligaban a tener. Dejé de notar cómo el mismo sol proyectaba su fuego sobre mi pecho. La noche, en Cabra, era distinta, me hechizaba escuchando su fauna nocturna, y el calor de mi colchón de lana, junto con el olor a leña, me envolvía hasta el día siguiente.

—No temía el día nuevo, como lo temía en Madrid —me contó en una ocasión.

—… ¿Y en vuestra casa teníais animales, papá? —le pregunté cuando yo era niño.

—En el cortijo de tu abuela había un mastín blanco que se llamaba Leona. No la conocí mucho. Pero tu abuelo tuvo un canario amarillo. Muy amarillo. Un canario que le hacía caso cada vez que le pedía que le cantara. Tu abuelo se colocaba delante de Gayarre, que así se llamaba el canario, y le decía: Gayarre, échame un cante. Y Gayarre le cantaba —me contó.

Sus noches en el internado se convirtieron en noches continuas. Había uno de los padres Salesianos que se colocaba siempre tras él y cada vez que alguien hablaba en clase o cada vez que alguien se portaba de manera incorrecta, el Salesiano le daba a mi padre un golpe en la cabeza. De esta manera, nunca supo por qué, aisló más aún a mi padre del resto de la clase. Jamás tuvo amigos en aquella niñez que le tocó vivir lejos de la infancia tan colmada de buenos recuerdos vividos, hasta llegar a esa cárcel oscura. Desde que llegó a Madrid, su mayor deseo desde entonces era volver a su pueblo.

Las visitas de su padre al colegio le alegraban mucho. Sabía que la decisión de haberlos llevado allí no fue de él, sino de su madre. Parece ser que fue por el bien de los hermanos Del Moral. En Cabra del Santo Cristo, no veía su madre que fuesen a tener las oportunidades que una ciudad, y un centro como en el que estaban recluidos, les ofrecería para el día de mañana.

En cierta ocasión, en una de las visitas que hicieron, mi abuelo le regaló a mi padre una pequeña botella de aceite de oliva de la producción de un primo suyo. Mi padre la guardó con recelo entre su ropa; le prometió que todos los domingos, sin que nadie lo viera, se echaría sobre un trozo de pan aquel líquido verde de sabor amargo e intenso, que tanto le gustaba y que tanta unión creó entre ellos.

Cierto domingo de un mes de mayo, meses después, uno de los padres Salesianos descubrió por descuido aquella botella que mi padre guardaba y que mi abuelo le había rellenado cada vez que iba. Se la arrebató con tanta ira que al hacerlo cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Sintió Juan del Moral (mi padre), que su corazón se partió en mil trozos en medio de una triste jornada dominical de mayo, cada pedazo lo imaginó como un recuerdo de aquella infancia arrebatada. Entonces, mientras el cura le obligó a recoger los cristales, mi padre, para no sentir más sufrimiento del que le estaba sucediendo en ese momento, me supo contar que evocó cada una de las cosas que le habían hecho feliz: “El Paparrón”, “El Bolas”, los días de fiesta y misa en Marmolejo; las tardes cuando el sol teñía todo de aquel rojo anaranjado, y los momentos con su hermano Diego en las calles, jugando. Entonces, al tenerlo todo recogido en sus manos pequeñas y untadas del aceite caído, el cura le dio una bofetada no consagrada en su cara aún imberbe y con tono odioso, y con palabras salidas del mismo cieno de un pozo oscuro, le ordenó:

—Tira todo eso a la basura.

Imaginé a mi padre en medio de un domingo de mayo, mes de las flores, caminando como el perro apaleado que desconoce por qué se odia su fidelidad, acudir al cubo de la basura del final de una habitación con pasillo interminable, a tirar lo escaso que le unía al menor resquicio de felicidad y recuerdo con su pasado. Pasado que sentía lejano.

Dejó caer los cristales, pero no derramó una lágrima. Ya era bastante llanto ver cómo poco a poco caían en la basura y sentir que la soledad iba a formar parte del resto de su vida.

Cuando hubo acabado, lamió como un perro abandonado el escaso aceite que se le había quedado en los dedos y se fue a la esquina del patio a recordar a solas las flores que adornaban su casa, las flores que siempre había sin necesidad de ser mayo.

Mucho tiempo después, mi abuelo murió. Por aquel entonces la familia se había trasladado a Madrid. La unión con su familia había mejorado desde aquellos años de internamiento. Pero Juan no mejoró. Salió fumando mucho de aquel colegio y bebiendo vino que les robaba a los Salesianos a escondidas; eran finales de los años sesenta y a la muerte de mi abuelo, mi padre reclamó para su vida una guitarra, una moto y algo de libertad. Mi abuela, de pulso férreo, se lo negó. Y no habían pasado muchos años cuando tuvo que ingresar en el servicio militar. Lejos de volver a pasarlo mal, conoció compañeros y siempre contaba que le gustó lo mucho que disfrutaba junto a dos o tres de ellos. Y de nuevo el recuerdo le atrapaba cuando después de las guardias en Capitanía General de Madrid, le esperaba el pan tostado, el café caliente y el aceite. Era como un homenaje que hacía en ese momento conciso a su padre. A su pueblo, ese al que ya no había vuelto desde hacía al menos once años.

Tiempo después tomó la decisión de mudarse de ciudad por una oferta de trabajo, ya tenía veinticuatro años. Aquí, en Murcia, conoció a mi madre. En menos de un año se casaron. Cierto es que me enteré que se casaron y poco más. No hubo celebración, no hubo viaje de novios pagado por nadie, no hubo más que boda, por motivos de desavenencias entre las familias. Aunque por terquedad de mis padres cogieron su pequeño Seat 600 color verde, al que bautizaron como “La Aceituna”, y viajaron a Suiza a ver a una hermana de mi madre que vive allí. De regalo, mi padre llevó dos botellas, una de brandy y otra de aceite de oliva. Por el camino fueron tocando el claxon a todos los camiones con matrícula española con los que se cruzaban, para que estos les devolvieran el saludo. Era una manera divertida e inocente de pasar las largas jornadas de conducción hasta Suiza.

Año después llegué yo, luego mi hermana la del medio, y más tarde la pequeña. Crecimos con los recuerdos de mis padres. Con las historias del barrio de mi madre, también de su estancia en Cádiz cuando era niña.

Yo también tengo de niño el recuerdo de los domingos por la mañana. El barrio de San Nicolás, la Cuesta de la Magdalena cuando estaba sin asfaltar. El videoclub de mi barrio, el pan tostado con el aceite de oliva, y cuando mis padres nos llevaban en “La Aceituna” a casa de mi abuela en el barrio de Vistabella.

También viví en Madrid. Me fui huyendo y me disfracé de lo que no era para huir de todo lo que había vivido en los últimos años, porque mi padre dejó que la soledad le comiera su mejor parte. Se dejó durante un tiempo. Se abandonó y era como el barco a la deriva que no busca refugio, sino la guerra contra la marea salvaje aun sabiendo que podría ahogarse.

Estuve no queriendo ser yo; mas era imposible. Siempre tenía delante aquel oro verde, líquido, denso ante mis ojos. En mi casa, en los restaurantes en los que trabajaba, a los bares que iba. Siempre estaba el aceite y en él veía a mi padre nadando, lo veía riendo, lo sentía feliz como si cabalgara por la serranía de su pueblo de Jaén, navegando en un mar picual. Supe cuál era mi sitio y a los doce años retorné a la tierra que me vio nacer. Al refugio del almendro en flor y el azahar.

Justo al año de volver, mi padre murió. Su corazón le jugó la última partida y llevó peor jugada. Cayó en medio de la calle. Solo, como en aquel colegio en medio de la gran ciudad. Solo, como cuando caminaba a tirar a la basura la botella de cristal hecha añicos que el padre Salesiano le arrebató en medio de un mayo seco y carente de pistilos, sin color alguno que recordar. Solo, como una noche salesiana, solo como el pueblo que le dejó ir, solo, como el olivo centenario bajo el que dormía sus siestas de agosto.

Mientras le enterrábamos, me ocurrió lo mismo que le ocurrió cuando recogió la botella rota, me acordé de su pequeño pueblo en medio de la serranía; de “El Paparrón”, de “El Bolas”, de las tardes arreboladas, de la Calle Mayor de Cabra del Santo Cristo y su casa henchida de flores. Del abuelo que no conocí, pero adiviné su bondad por lo que mi padre me contó de él. Y sobre todo recordé una pasión que nunca había dejado de lado durante toda su vida… la historia del Santísimo Cristo de Burgos y los huevos de avestruz.

Ahora, cuando desayuno por la mañana y libo el aceite sobre el pan tostado untado con tomate, es como si toda mi familia me abrazara, la noto en mi boca al saborear…

Siento que mi sangre se transforma en oro verde, y me anima una extraña sensación a no perder la ilusión, a no abandonar la esperanza. Quizá nunca alcance mis sueños, como le ocurrió a mi padre al no regresar a su pequeño pueblo, es posible que no consiga lo que me he propuesto; pero… quién sabe, lo más seguro que lo que estoy logrando sea mejor que las metas que hasta ahora deseaba.