Melanoma melanocítico. El pronóstico era, por decirlo de alguna manera, sombrío. Guillem salía de la clínica con gesto mohíno adusto. Estaba completamente sano. Aquel médico tenía que estar equivocado. Empezó a pensar que no lo estaba cuando el facultativo de la Seguridad Social, grosso modo, le confirmó la mala noticia.
La primera fase fue la negación. Ese pequeño “lunar” había formado parte de su anatomía desde que tenía uso de razón. Guillem irradiaba salud. Era un apuesto catalán de unos 50 y tantos años, amante de los deportes de riesgo y del running, de estilizada figura, que había progresado económicamente al amparo del boom industrial en los albores de los años 80. Dirigía de manera democrática una empresa textil con casi dos centenares de empleados, y conocía por su nombre a cada uno de ellos. Con algunos incluso mantenía una relación casi fraternal, basada en la confianza, en el trabajo en equipo y en la asunción del error como factor inextricable del trabajo humano, así como el acierto. Estaba soltero y, aunque había tenido diversos romances sonados en la prensa local, no había pasado nunca por el altar y disfrutaba de una cómoda posición social.
Al acudir a la consulta del oncólogo, pasó de manera abrupta a la segunda fase: asumió que su vida corría peligro. El destino le había jugado una mala pasada. Mientras aquel médico hablaba de tratamientos, posibilidades terapéuticas y cronogramas, a Guillem le reverberaba en la memoria las tardes incandescentes en la quietud del entramado arbóreo de un pueblo blanco, colgado de un barranco, con el olor a aceituna en las suelas de los zapatos, y la facies roída por la crudeza climática, indisoluble de su infancia en un pueblo que latía dentro de un mar de olivos.
Mientras le explicaban los efectos deletéreos de la quimioterapia, apretaba fuertemente las manos de su madre. Esa diminuta señora que sufrió los embates de la pobreza, que abandonó su casa y emigró, dejó su pueblo y su brasero de cisco, para instalarse en una cuidad oscura e industrial, de fachadas abigarradas, conviviendo con la impersonalidad de un edificio quimérico y rodeada de alquitrán y chimeneas que vertían el maquiavélico humo a una atmósfera acre.
Tras varios días de búsqueda febril en internet sobre terapias y efectos colaterales, acudiendo a consultas para solicitar más opiniones médicas, tras noches insomnes y adrenalínicas, el ánimo de Guillem se iba, poco a poco, marchitando. Las expectativas eran infaustas, la evidencia científica referente a las tasas de supervivencia tras los tratamientos que los profesionales sanitarios le aconsejaban, era desesperanzadora. Al terminar el “gabinete de crisis”, como así llamaban a las reuniones materno-filiales para abordar cualquier tema espinoso, Guillem expuso a Clotilde las razones por las que había decidido no someterse al tratamiento médico recomendado. Hace un tiempo había oído en las noticias que un componente del aceite de oliva era capaz de matar las células cancerígenas sin dañar a las sanas. Este compuesto se llamaba oleocantal, y era capaz de originar una tormenta perfecta, ya que las células tumorales eran desintegradas por sus propios lisosomas. Y Guillem sabía quién podía proporcionárselo.
Llegaron al pueblo al atardecer. Casi no recordaban lo tortuoso de la carretera, serpenteante como el movimiento de una culebra. Guillem seguía apretando con circadiana periodicidad la mano de su madre. Le hacía fortalecer el vínculo con ella, ahora que se veían amenazadas las esperanzas de un futuro próspero, como había pensado siempre que el destino le tenía reservado. Además, la señora Clotilde, como la llamaban en Cataluña, cada vez era más pequeña y huidiza, como el agua que se escapa entre las manos, y empezaba a manifestar inquietantes pérdidas de memoria que hacían que Guillem, de alguna manera, la sobreprotegiera.
Al abrir la puerta de la que fue su casa, el olor a madera pútrida y el revoque desconchado le propinaron un crochet de melancolía. Tuvo la sensación fugaz de paso de tiempo, de pérdida de oportunidad y de decadencia. Trascendió a su córtex frontal la certidumbre de finitud corpórea y la indefensión ante la majestuosidad de la naturaleza humana, de lucha cuerpo a cuerpo con la muerte en un combate desigual, pero en el que no estaba dispuesto a arrojar la toalla.
A la mañana siguiente acudió puntual a la cita con José Miguel. Era un tipo con cara de luna llena y aspecto bonachón, que había sido su amigo desde la infancia. Habían compartido incontables tardes campestres y bucólicas, cazando cualquier criatura subsidiaria de ello, conociendo el trinar de cada pájaro y reconociendo la especie de cada cual, escalando terrenos abruptos con más que posibles consecuencias nefastas, zambulléndose en el río de aguas heladas a menos que saliera el sol un par de días seguidos, sin temor a coger resfriados ni a que ninguna criatura de la ciénaga le asestara un aguijonazo, mientras en las ciudades los niños de su edad iban acompañados por un mayor hasta el baño. Lo único que respetaban eran, como un consejo atávico recomendado por sus familiares, las protocolarias dos horas de la digestión. José Miguel era propietario de una pequeña finca olivarera y un apasionado del mundo del aceite de oliva, hasta el punto de ser un reputado catador de AOVE. Además, José Miguel no lo llamaba Guillem, sino Guillermo, el hijo de Juan “el caparranas”.
Fueron días intensos. A Guillem se le despertó subrepticiamente un latente frenesí oleícola. Desde el menos elaborado hasta el virgen extra más refinado, Guillem quería probarlos todos. No podía dejar de ofrecer a sus intrincados sistemas corpóreos los beneficios y el poder sanador del aceite de oliva. A la vez que su paladar se sumergía en una literal mezcla de sabores y de olores oleaginosos, avanzaba por demoníacas callejuelas hacia la nada. Le iban emergiendo desde lo más profundo de su psique hasta una capa más superficial y porosa de su mente, el mundo de los recuerdos, sensaciones evocadoras hiperreales: la panadería de su tía Julia, la tienda de Marcial “el retratista”, el mercado de abastos, antaño con señoras esperando turno para la compra, hoy ya menos concurrido. Multitud de caras que le resultaban familiares, quizás algún pariente lejano o algún chiquillo de la escuela, pensaba con cierto deje adusto. Se emocionó al comprobar que, aunque habían transcurrido 50 años desde su partida, la vida en el pueblo no había cambiado de manera sustancial. Y no era una sensación lastimosa, ni conmiserativa. Las gentes tenían una vida física, azarosa por las labores del campo, pero ya no era anémica como antes. Se conservaban las costumbres más ancestrales como la matanza, los bolos y la familiaridad comunal y, además, todas las necesidades básicas estaban cubiertas. La gente disponía de un estado de bienestar propio de las sociedades avanzadas en el marco de un pueblo agrícola y distante, geográfica y emocionalmente, de su tierra adoptiva. No tuvo la sensación de escalada social ni de algo parecido a la victoria cuando comparó el BMW que tenía en su garaje con el tractor de José Miguel. La gente de su pueblo estaba curtida en la austeridad, esculpida en la inmutabilidad por un metrónomo de precisión asombrosa. Pensó qué hubiera sido de él si no se hubiera marchado… probablemente tendría mujer, varios hijos, un tractor en la puerta de su casa y se llamaría Guillermo, el caparranas.
Arbequina, picual, hojiblanca, frantoio, en cualquiera de estas variedades se encontraba el oleocantal, todas tenían propiedades anticancerosas. Casi a diario Guillem visitaba de manera rutinaria las almazaras de la comarca acompañado por José Miguel, preguntando por la pureza en oleocontal de los próximos AOVE o por si tenían alguna variedad exótica que degustar, incluso inquiriendo al personal si eran conocedores de algún caso en la comarca similar al suyo. Su madre, la mayoría de las veces, prefería quedarse en casa. La señora Clotilde había perdido gran parte de su energía de la que presumía y se consumía poco a poco en un amasijo de pieles y de recuerdos.
Guillem no respondía a las llamadas del hospital. Había perdido sus esperanzas en el sistema sanitario “convencional” y había sido seducido por la terapia con el aceite de oliva, convencido que tarde o temprano el “oro líquido” surtiría efecto y que el melanoma, o como quisieran llamarlo los especialistas, continuaba en su misma posición, amenazante eso sí, pero inmarcesible. Y esto Guillem lo interpretaba como una victoria, pues tenía entendido que la evolución natural de este “lunar” sería la del crecer poco a poco. Y esta situación, objetivamente, no estaba sucediendo. Gracias al oleocontal del aceite.
Era una mañana florosa de primavera, perfumada en parte por la exhaustiva pulcritud a la que eran sometidas casas y jardines, con los balcones y ventanales abiertos de par en par remedando un expositor que intenta vender su género. Guillem tenía una cita marcada en rojo en su agenda: una almazara que había logrado destilar el oleocantal. Así podría tomarlo más puro y virginal. Continuaba encontrándose pletórico, desbordante de energía, como los mares embravecidos de las historias de piratas y corsarios que su madre le contaba de pequeño, por lo que descolgó el teléfono para contarle sus progresos a los facultativos del hospital. Quizás, gracias a su innovador y revolucionario tratamiento a base de aceite de oliva, la humanidad se beneficiaría de una terapia inocua y beneficiosa desde el punto de vista médico y de la supervivencia, obviando los obsoletos y caros quimioterapéuticos y sus colaterales e indeseables efectos secundarios.
Después de los protocolarios saludos, Guillem se excusó por no haber contestado a sus llamadas. La enfermera escuchaba atentamente los progresos, o cuanto menos, el nulo deterioro físico, de los que Guillem presumía. Cuando éste terminó, Montserrat, que así se llamaba la diplomada, tuvo que tragar saliva antes de comenzar su discurso. Con su peculiar “seny”, le transmitió su alegría por el bienestar físico y mental que su paciente manifestaba. Sin embargo, las novedades no eran alentadoras. Habían recibido los resultados de los últimos estudios a los que Guillem se había sometido antes de su partida, y provenían de un hospital afamado de los Estados Unidos, con la intención de categorizar genéticamente al tumor. Se trataba de un excepcional caso poderosamente agresivo que había invadido hasta los tuétanos de los huesos. Montserrat había intentado edulcorar la realidad, y hasta en un primer momento, dudó de la conveniencia o no de decírselo. Cuando colgó, recordó una asignatura de la Universidad en la que le repitieron hasta la saciedad que no se debía emitir ningún diagnóstico o pronóstico de manera telefónica. Aun así, en lo más profundo de su ser, estaba convencida que había hecho lo correcto.
Y, también, al igual que el diagnóstico inicial supuso un súbito shock emocional, las palabras que la enfermera le transmitió hicieron que Guillem sucumbiera, como las moles de edificios dinamitadas cuando dejan de realizar su función. De una manera brusca, y como a veces en la vida suceden las cosas por inesperadas, comenzó la tercera fase: la resignación.
Contrariamente a lo que el calendario pudiera indicar, era un día plúmbeo, pero fresco, y soplaba un aire de levante que en el pueblo lo relacionaban con los días en los que los enajenados podían sufrir un ataque de locura e irse al monte al amparo de la luna a luchar con las fieras, quizás por algún episodio similar ocurrido ancestralmente, difuminado ya por el paso del tiempo y por la discreta eficacia como vehículo transmisor del lenguaje oral. El sol de agosto se alineaba respecto a la Tierra con una inclinación tal que permitía que las horas de luz natural se prolongaran hasta casi la hora en la que los más pequeños se van a la cama, y el día fuera languideciendo paulatinamente hasta anochecer. El pueblo volvía a adquirir su habitual estampa y tornaba fantasmal en la medida que la luna le iba ganando horas al sol y se iba acercando el mes de septiembre, y con él, el regreso de los emigrados como Guillem a sus casas, sumiendo al pueblo en un deprimente aposento de animales, de todoterrenos y de mayores.
José Miguel se acicalaba delante del espejo, tenía por delante un intenso día de trabajo. Se avecinaba la época de la recolección y el verano seco que habían padecido no auguraba buena cosecha. Estaba dispuesto a aprovechar todas las horas de luz, por lo que, con los primeros rayos, se dispuso a realizar sus quehaceres habituales. Después de visitar a algunos clientes, tuvo tiempo aún de acudir a su finca, llegar a casa y tumbarse a la siesta. Tenía una envidiable facilidad para dormir, pero esa tarde no pegó ojo.
Al atardecer, se diluyó en la comitiva, que charlaba sobre cuestiones intrascendentes como las pasadas fiestas patronales o el arreglo de la carretera que por fin la administración se había dignado a llevar a cabo.
El féretro fue introducido por los escasos jóvenes que acudieron al sepelio. La señora Clotilde había fallecido tras permanecer varios días ingresada en el hospital comarcal y no poder sobreponerse a las complicaciones de una neumonía impropia de la canícula estival. Sin embargo, en el pueblo sabían que había muerto de pena.
Y entonces, mientras los sepultureros terminaban su trabajo, a José Miguel le acudió un lúgubre paralelismo a su cabeza, acerca de la muerte de un poeta y su madre, varios días después de la del hijo, en un pueblo extraño, exiliados y sin patria, sin raíces y sin nadie que los llore.
Al lado de la sepultura de la señora Clotilde, “Cloti la del caparranas”, se encontraba la de su hijo. El verano siguiente todavía se atisbaba una botella de aceite sobre ella, que alguien con acento norteño depositó varios días después del entierro.