Cuando llegamos ese verano, los olivos crecían fuertes y sólidos en el fondo de la casa de mi abuela. Tenía once años. Había llegado a Aimogasta con mi madre a pasar las tradicionales vacaciones de verano. Aimogasta era un pueblo tranquilo, soleado, con una plaza silenciosa durante la siesta. Todas sus calles, arboladas de olivos.
Llegamos a una casa antigua con galería en el frente y tejado a dos aguas. Era única en su cuadra. Desde la calle, un limonero asomaba en el frente. Una vieja palmera datilera había dejado el paso a varios árboles frutales. Mi madre siempre recordaba los carnosos dátiles que colgaban a lo alto, que nadie recogía y que nadie comía. Me contaba que, cuando siendo niña, buscaba una vara larga que mi abuela guardaba en la habitación del fondo, junto a los trastos viejos. Durante la siesta, tomaba ese palo largo, golpeaba con fuerza los racimos y uno a uno iban cayendo, reventándose en el suelo. Y ella lentamente degustaba cada uno de ellos.
Después de atravesar la puerta que daba a la calle, se abría un jardín de pequeñas plantas, resecas, sedientas y marchitas. Cruzando la galería y a ambos lados, asomaban las paredes blancas de las habitaciones en penumbra. Todas rodeaban un patio de baldosas rojizas. El sol solo traspasaba apenas las rendijas de cada puerta y de cada celosía. El calor penetraba cada recoveco, cada cobijo.
Para llegar a la finca, había que cruzar el patio, atravesar un caminito de piedras y ahí los olivos aparecían imperturbables, únicos. Para mí, un bosque majestuoso y penetrante. Arboles entrelazados, con su follaje tupido, de múltiples y variadas colores, se erguían imponentes.
El día comenzaba con el mate muy temprano en la cocina. Después se preparaba las empanadas para todo el día.
Todos los mediodías nos sentábamos en una mesa larga debajo de la galería, a la sombra del parrón, para que alguna brisa soplara en esos calurosos días. Mi abuela se ubicaba a la cabecera. Al lado derecho se sentaba tía Nena. Tía Marta y tía Pepa al otro lado, después todos mis primos y yo. El tema recurrente de los almuerzos y comidas eran la cosecha, los olivos y las aceitunas.
Una tarde, durante la siesta, cuando el silencio se apoderó de todas, salí a caminar por la finca. Mientras mis primos improvisaban un partidito de fútbol en el patio del fondo, yo me acerqué tímidamente a la finca. Ese pequeño bosque me intrigaba. Comencé a caminar. Caminé y caminé. El calor quemaba la tierra y trazaba surcos cerca de las acequias. En los senderos que rodean los olivos yacían aceitunas de todos los tamaños. Había miles de aceitunas estrelladas en el piso. Grandes y pequeñas, algunas recién caídas, otras ya achicharradas. Caminé a tientas con pasos lentos, pisando aceitunas. Unas tenues gotas corrieron por mi frente. Cayó una grande, haciendo un pequeño hoyo en la tierra. Cayó sola de mi frente. Mis labios resecos intentaron humedecerse con una pequeña saliva que iba creciendo lentamente en mi boca. Crucé a ambos lados de la acequia. Estaba sedienta y cansada. Me senté sobre la tierra agrietada y pasé casi una hora pensando qué hacer. La tierra estaba caliente y ese calor recorrió cada tramo de mi cuerpo. Primero suavemente, pero después me atravesaba con un profundo ardor. Tomé con mis manos varias aceitunas desechas y haciendo juegos con mis dedos las terminé de deshacer en las palmas de mis manos. Apoyé mi espalda en un añoso tronco. Las ramas fueron mi cobijo y las hojas una fresca sombra. Se escuchaba el canto de un chingolo muy a lo lejos. Sentí que me acompañaba.
Estaba perdida. Comencé a sentir que no llegaba a ninguna parte. No sabía para dónde ir, pero tenía que seguir. Seguir caminando. Para mí, había caminado mucho más de lo que realmente había andado. Se me ocurrió eso. Después de varias horas, divisé por fin un sendero que me llevó hacia el otro lado de la finca. Retomé el camino. Mis pies volvieron a caminar y a cada paso iba levantando un tenue polvo oscuro y grisáceo. Miré hacia todos lados y siempre estaban ellos: los olivos. Caminé y llegué al otro lado. Al final de esta caminata había algo. Si, había algo. Allí estaba la calle. Era otra calle, eran otras casas. Sentí el peso de mis piernas, pero supe que podía hacer un último esfuerzo. A lo lejos distinguí por fin la casa de mi abuela y fui a su encuentro. Entré con paso lento y sigiloso, esperando que todas siguieran durmiendo la siesta. Y así fue.
Después de un largo rato, lentamente se iban despertando. Cada una salía perezosa de las oscuras y tórridas habitaciones. En silencio y bostezando preparaban un ritual que hacían todas las tardes de verano: baldear los patios para refrescar la casa. Cada una iba buscando en el desván los baldes y la manguera. Siempre me sorprendió que todos los días hicieran lo mismo, casi al mismo tiempo y casi a la misma hora. Antes de preparar el mate se baldeaban los patios. Mientras baldeábamos, nadie me preguntó qué había hecho durante la siesta y yo no conté nada. Guardé como un secreto mi mágico recorrido. Atesoraré este recuerdo durante mucho tiempo.
Una vez, después de muchos años, le conté a mi madre que siendo niña me había perdido. –¿Cuándo? –preguntó sorprendida.
–Ocurrió una tarde, cuando vos, la abuela y las tías hacían la siesta –respondí temerosa.
–¿Sí? –me preguntó sorprendida–, no puede ser. ¡Cómo vas a perderte y yo no me voy a enterar! No. Eso no puede ser.
No insistí más. Y nunca aclaré con ella el episodio.
Hoy, muchos años después, he vuelto a la vieja casa de mi abuela. He vuelto sola. Ya no está ella y solo queda la tía Marta viviendo en la casa. Sus habitaciones siguen siendo penumbrosas y cálidas. Atesoran recuerdos, momentos y fantasmas. El silencio se percibe en el patio y la cocina. Sobre la mesada apenas hay un mate, yerba y dulce de guayaba. Tía Marta ya no cocina.
Después de almorzar juntas, salgo a caminar por la finca. Hay un sórdido murmullo de hojas. La tierra se resquebraja a cada paso. El polvo cubre cada pisada. Los árboles están cargados de frutos. Una suave brisa siento en mi cara. Los rayos intensos atraviesan las ramas, creando formas con su sombra.
Sé que no estoy perdida. Puedo regresar a la casa. Miré a los costados y todo era igual que aquella vieja tarde de verano. Estaba rodeada de innumerables olivos. Volví a mirarlos fijamente. Empecé a descubrir caprichosas ramas. Algunas se retorcían en intrincadas formas. Un verde profundo y penetrante se impregnaba con un plateado lustroso y pulido. Empecé a reconocerlos. Eran los mismos. Habían estado ahí esperándome. Me había reencontrado con los olivos de mi abuela, con los relatos de las mujeres de mi casa. Ellas entretejían miles de historias durante la cosecha. Iban haciendo cuentas mientras cocinaban. Recordé las madrugadas para aprovechar el agua. Los turnos de riego. Ellas arreglaban el precio del kilo, a quiénes le venderían ese año el aceite. Decidían quién era el mejor comprador. Iban entrelazando especulaciones económicas mientras amasaban y cortaban la carne para las empanadas. La Tía Nena era la que más cuentas mentales hacía. Ella ya sabía cuantos kilos daría cada planta. Me sorprendía como conjeturaban cálculos y cuentas mientras cocinaban. Con el mate en la mano iban diseñado el futuro.
Volví a mirar a mi alrededor y me encontré con ellos. Habían estado ahí todo este tiempo. Siempre con esa estirpe, entregando sus frutos cada año. Testigos incorruptibles de innumerable cantidad de historias que se tejieron con mate en mano bajo su sombra. Supieron antes que nadie quiénes se casaban y quiénes se peleaban. Bajo su custodia algunos han maldecido y otras han llorado penas y dolores.
Detrás de sus troncos yo me he escondido con mis primos para jugar los viejos juegos a la hora de la siesta. A su alrededor, los paisanos han sellado acuerdos y negocios. Vieron apagarse la luz de muchas de estas mujeres que los cuidaron con profunda entrega y devoción. Fueron cómplices del amor y la soledad de cada una de ellas. Recordé todo lo que estos olivos me iban contando mientras caminaba y con mi mano iba acariciando sus hojas y sus ramas. Mi mirada los iba redescubriendo y agradeciendo su cobijo, su sombra, sus frutos.
Hoy, ya nadie los recorre. Nadie recoge sus frutos. Nadie especula su precio. Nadie espera el riego. Ya no hay mujeres que los cuiden. Solo ha quedado recuerdos atados a cada una de sus ramas.
–No estoy perdida –pensé.
–He vuelto a encontrarme con un tiempo cálido y oleoso, profundo y sabroso, eterno y perenne –me susurré a mí misma.
Ahí me acordé de lo que siempre mi abuela me decía: «esta es la tierra de los olivos y de las aceitunas, la tierra de tu madre, tierra también tuya».