Aquella mañana tía Flora se había despertado más pronto de lo habitual. Como tantos otros días lo primero que hizo fue encender la radio. Tenía un transistor pequeño, de color negro, de esos con los que se sintonizan las emisoras manualmente.
A sus 67 años era una mujer alegre y vital, de carácter fuerte… Nunca se casó y no por falta de pretendientes. Eligió la opción de vivir libre, sin rendir cuentas a nadie salvo a ella misma.
Al acostarse levantaba la persiana del dormitorio muy alto, para así poder ver la luna y los luceros en las noches claras. Por la mañana, desde su cama, observaba los primeros rayos de sol que atravesaban los cristales empañados. Contemplaba las lomas suaves teñidas de olivos que rodeaban la aldea. Alguna nevada divisó en invierno. Y cuando llegaba la primavera se entretenía con el vuelo de las golondrinas. Eso era vida.
Aquella mañana se levantó rápido, encendió la radio y se apresuró a llamar por teléfono a su sobrino Javier.
–Tía Flora, ¿te ha pasado algo? ¿Sabes qué hora es? ¡Si apenas son las seis…! –dijo Javier al otro lado del teléfono.
–No podía dormir, quillo. Anda, vete al quiosco del pueblo y compras todos los periódicos que veas: ¨Las Provincias”, “El ACD”, “El Pueblo”… Los de deportes no. ¿Vale?
–Pero tía, si no habrá llegado ni el repartidor…
–Tú calla y vete, que los repartidores son muy tempraneros. Eso sí, no corras con el coche, que a ti te gusta mucho la velocidad, no te vaya a pasar algo.
Javier era el sobrino preferido de Flora. Siempre había sido el más sensato, pero el más rebelde. Y fue posiblemente esa rebeldía la que le llevó a descender a los infiernos. A sus 25 años ya había vivido varias vidas. Había vivido tan rápido que tocó fondo y ahora luchaba por encontrar la normalidad.
La aldea donde residían apenas contaba con ochenta familias. En un pequeño consultorio, al que acudían un médico y una enfermera dos veces por semana, se atendían las necesidades de los enfermos. Solo existía una tienda de ultramarinos, bueno, tampoco era exactamente eso. Igual te vendían un queso y un pan, unos calcetines y unas sartenes de teflón junto a una estufa de leña. La regentaba Manolo, un hombre de unos cuarenta y seis años que tuvo que regresar al pueblo cuando quedó en paro al empezar la crisis. No había gasolinera, ni farmacia, ni mucho menos cine o teatro. Para cualquier cosa tenían que desplazarse.
Javier tardaría aproximadamente una hora en volver. Se sabía el recorrido como la palma de su mano.
Flora le esperaba sentada frente al fuego mientras oía atentamente las noticias de la radio. Pudo enterarse de que llegaba una nueva ola de frío; que el precio del gasoil había bajado dos céntimos, cuando la semana anterior había subido diez. Otra vez más escuchó la crónica de una nueva víctima de violencia de genero. Pero… ¿Hasta cuándo durará esto? Hubo una noticia que captó más su atención que la anterior. Sus ojos se abrieron como platos al comenzar las noticias internacionales: “Mega golpe al narcotráfico tras la operación Aceituna”.
En ese momento apareció Javier cargado de periódicos.
–Tía, mira todos los que he comprado.
Se sentaron bajo las gruesas faldas de la mesa camilla y empezaron a hojearlos rápidamente.
–Aquí, tía, escucha –mientras leía la noticia del diario.
“Histórico golpe al narcotráfico.
La llamada operación Aceituna se ha saldado con dieciocho detenidos: diez en Galicia, siete en Madrid y uno en un pueblo de Jaén que ha sido puesto en libertad bajo fianza tras prestar declaración. La policía nacional y la guardia civil, en colaboración con las autoridades colombianas, han incautado tres toneladas de cocaína antes de su puesta en venta y distribución. Se prevé que sean más los detenidos”.
Tía y sobrino llenaron de recortes la carpeta que Flora guardaba con celo y que llevaba el nombre de Recuerdos.
¿Y por qué a Flora le interesaba tanto esa noticia?
Todo empezó un veintitrés de noviembre. Ella se disponía, como todos los años, a arreglar o aliñar sus aceitunas. Una manera de hacerlo es introducirlas en un recipiente donde se haya disuelto previamente sosa cáustica en agua. Con esto lo que se pretende es quitar el amargor de las aceitunas, porque si no serían incomibles. Para ello fue a la tienda de ultramarinos a comprar un poco de sosa.
–Mira Flora –dijo Manolo–. Este año he traído sosa nueva, más moderna, me han dicho.
–Yo quiero la de siempre –apuntó–, la que viene en escamas, la de toda la vida.
–Pues se me ha acabado. Tienes que llevarte de la nueva. La verdad es que tiene una textura como de harina. Pero… me ha dicho Miguel, el que me la trae del pueblo, que es muy buena.
–Mira que a mí no me gustan los cambios…, pero qué se le va a hacer… Si no hay de la otra. ¿Qué proporción echo?
–Pues igual, digo yo, veinte gramos de sosa por cada litro de líquido. Tú lo haces como siempre. Disuelves la sosa en agua, verás cómo sube la temperatura rápidamente. Y cuando baje, echas las aceitunas.
Flora se dirigió a su casa e hizo lo que le dijo Manolo. Cuando la sosa entró en contacto con el agua no se produjo ninguna reacción química. No hubo borboteos, ni emanaciones de gases, ni subida de temperatura, ni bajada… Nada de nada. Aun así, depositó sus aceitunas en esa mezcla acuosa con la esperanza de que funcionase y poder eliminar su amargor.
Andaba Flora ensimismada en sus pensamientos cuando llamaron a la puerta. Era su sobrino que llegaba para arreglar un enchufe de la luz que chisporroteaba.
–Buenas tardes tía, ¿qué haces?
–Pues aquí, preparando las aceitunas de este año con esta nueva sosa que he comprado.
Fue entonces cuando se activaron todos los sentidos de Javier. Su olfato e instinto, como si de un pastor belga se tratara, le llevaron a los restos de sosa que quedaban en la bolsa.
–¡¡¡ Tía !!! –gritó– ¡¡¡ Esto es coca!!! ¿Has echado coca a las aceitunas?
–¿Coca? ¿Qué dices? ¿De qué hablas? –le espetó Flora.
–Cocaína, nieve, farlopa… como quieras llamarla. ¿Pero dónde has conseguido esto?
Tras el sofocón, nervios y tensión de los primeros momentos, ambos se dirigieron a la tienda de Manolo. Manolo no daba crédito a lo que estaba oyendo. Si Flora experimentó un torbellino de emociones, lo de éste fue un tsunami. ¿Cómo iba él a vender eso a sus vecinos? Incluso sintió una especie de fatiga y presión en el pecho que le ahogaba. Flora afirmó que podía ser una angina y decidieron llevarlo al centro de salud más cercano.
–Al centro de salud no, ya se me está pasando –aseveró–. Donde vamos a ir ahora mismo es a la comisaría.
Subieron al viejo Peugeot 206 de Javier, no sin antes meter en un maletín todas las bolsas de la falsa sosa.
Si ya me dijeron que no tuviera tratos con Miguel, que no andaba en buenos pasos –repetía constantemente Manolo durante todo el trayecto.
Recorrieron los cincuenta kilómetros que separaban la aldea del pueblo. El pequeño utilitario serpenteaba entre las laderas de olivos. Caía la tarde.
A pesar de la avanzada hora, la jefatura era un trasiego de personas. El policía de la entrada les indicó el camino hacia la sala de espera. Flora agarró con fuerza el maletín. La sala de espera era grande. Estarían en total unas quince personas. Deberían guardar turno.
El sargento Serrano, de aspecto sereno, les recibió muy amablemente. Cuando descubrió la envergadura de los hechos, les condujo a unas dependencias policiales situadas en la parte superior. Llamaban la atención las frías paredes de la sala y el silencio.
Lo primero que hizo el sargento Serrano fue poner a buen recaudo las bolsas.
–Señores, señora, les presento al teniente Sánchez, nos ayudará en la toma de declaración.
Tras las presentaciones comenzaron las preguntas. Fueron muchas. Los agentes tomaban notas y más notas. Sus rostros no denotaban ni asombro, ni sorpresa, ni estupefacción… ¡Como si fuera lo más normal del mundo!
Y así fue como comenzó todo. Se inició una investigación que posteriormente denominarían operación Aceituna. El resto de indagaciones y pesquisas se encuentran bajo secreto de sumario.
Tía Flora, Javier y Manolo se vieron inmersos en una situación que nunca hubieran imaginado. El azar, un error y la posterior investigación hicieron posible que tres toneladas de cocaína no llegaran a su destino. Eso se traducía en menos familias destrozadas, menos madres rotas y menos vidas truncadas.
Cientos de veces hemos oído decir que la realidad supera a la ficción. Y cierto es.
Quizás esta historia sea un simple enredo. Quizá sea una invención con un trasfondo lleno de verdades. Incluso podría ser una historia real.
En infinitas ocasiones la realidad está llena de situaciones surrealistas.
Así es la vida.