Dolores miraba por la ventana de su habitación. Era una mirada limpia, sin rencor, hueca, vacía. No mostraba interés, la indiferencia había anidado en su cerebro. Quien no la conociera, pensaría que estaba disfrutando del paisaje; pero su Rafael, como a ella le gustaba decirle, sabía que no era cierto. Hace tiempo que Dolores se fue y la persona que ahora ocupa su cuerpo es muy distinta.
—Picualina —le decía amorosamente su marido—, te he traído unas cerezas de la huerta que metí en conserva. ¡Están muy maduras, como a ti te gustan!
Gira su cabeza al oír su voz, pero no sonríe. ¡Lo ha olvidado!
—Tal vez sea mejor así —piensa Rafael—.
Va a ahorrarse el trago amargo que ahora le viene a él. Toda su vida ha sido pastor, además de olivarero, pero ese oficio ya no le gusta a nadie, no es elegante, está pasado de moda. Los hijos viven en la ciudad, tienen sus trabajos. De los nietos ni hablamos; prácticamente han sido desterrados por sus padres del apego a la tierra que nos ha dado siempre el sustento. Los años no perdonan y tiene que dejarlo. Pronto vendrá el camión a recoger sus ovejas. Ha cerrado un buen trato. Podrá pagar unos cuantos meses la residencia de su mujer; pero tiene un regusto amargo en la boca que no le desaparece ni bebiendo su vino.
Los olivos tendrán otro dueño… ¡Maldita sea mi estampa! —brama mirando al techo—.
Es sábado, hipotético día de visita. Los chicos tampoco han podido venir hoy. ¡Están tan ocupados…! Antoñito siempre de viaje y picando de flor en flor en busca de una mujer que le haga sentar la cabeza. Carmencita siempre pendiente de sus hijos y de que el bala de su marido encuentre todo a punto, no sea que la deje por otra. ¡Cuánto ganaría! Los chicos ya están en la universidad: ¡Es hora de plantarle cara! En fin, ¡ellos sabrán!
Pasa la tarde con ella. Mientras Dolores descansa, él está leyendo sentado en el sofá que está al lado de la ventana. Desde allí se ve el cerro donde está situado el pico Mágina.
—¿Recuerdas Picu, las veces que hemos subido a lo alto de esa cima? —Dice Rafael mientras aprieta su mano—. La época de otoño era la mejor, podíamos ver combinados los colores de la naturaleza: el verde oliva de la vegetación mezclado con los tonos grises calizos del suelo. Nos subíamos a las enormes piedras redondeadas que sembraban el camino. Con mi padre fuimos a coger una que, cuando la moldearon, el señor Paco la colocó como muela en el molino y nos servía para exprimir las aceitunas o moler el grano para los animales… ¿Recuerdas el que tenemos en casa? Aún tengo grabado en la mente aquella cabra montesa que apareció justo cuando nos prometimos en las alturas y lo sellamos con un beso. ¡Qué tiempos aquellos! Ahora nadie trepa por la ladera salvo cuatro excursionistas que se pierden cada dos por tres por la zona. ¡Todo cambia, qué mayores nos hacemos!
Va cayendo la tarde y con ello, se aproxima la hora de marcharse. Lleva a su mujer hasta el comedor y con beso en la frente se despide de ella.
—Hasta otro día Dolores. Cuando vuelva ya no seré pastor, ni agricultor, ni ná… Habré dejado atrás una vida de dedicación y podré hacerte más compañía —susurra con un sonido apenas audible para el cuello de su camisa.
Sale de la residencia y se coloca su gorra como de costumbre, es como la extensión de su cabeza. Se dirige hacia su morada. El sabor amargo persiste en su boca. Sin pensar, sus pasos se dirigen hacia el olivar. Pensar en el molino le ha hecho recordar que pronto deberá recoger su cosecha de aceituna. Su experiencia le dice que será memorable. Va a despedirse del campo por la puerta grande. En su cara aparece una mueca de disgusto. No está contento con la decisión tomada, pero no queda más remedio que hacerlo. El “tío Paco” —el terrateniente que va a comprar toda su hacienda—, es un buen hombre. Ha ofrecido un precio muy justo y tiene la delicadeza de dejarle recoger los frutos de este año.
El sol se pone en el horizonte. Los últimos rayos se cuelan a través de las ramas de los olivos, como acariciando cada una de ellas. No va a ser fácil olvidarse de esto —masculla entre dientes.
Llega a su casa encalada de color blanco con algún que otro desconchón en la pared. A la legua se ve que es antigua; pero a Rafael no le importa. Pertenece a la tercera generación de una humilde familia de pastores y olivareros. Hasta ahora le ha proporcionado un techo donde cobijarse y ahí se han criado sus hijos. Cuando él muera, que sus herederos dispongan lo que quieran. Mientras viva, seguirá conservándola.
Amanece un día más y hay mucho trabajo por hacer. Hoy tendrá que varear los olivos para recoger las aceitunas. La mayor parte de los agricultores ahora utilizan unas máquinas infernales, que mueven los árboles haciéndoles vibrar. Él aún es de la vieja escuela y ya no va a cambiar.
Alguien llama a la puerta. Abre y encuentra en la entrada un chico moreno de ojos oscuros acompañado de una joven rubia de tez muy pálida.
—Abuelo, soy Francisco, tu nieto, el hijo de Carmencita.
—¡Ven aquí tunante, cómo has crecido! Estás hecho un mocetón —dice Rafael al tiempo que le propina un fuerte abrazo.
—Esta es Bárbara, mi chica.
Rafael, más comedido, le da la mano con amabilidad a la vez que dice:
—Si vas a quedarte mucho por aquí, rubia, necesitarás un buen sombrero; o el sol te va hacer trizas la piel.
Todos ríen su ocurrencia y entran en la casa.
—Iba a desayunar, si queréis acompañarme… ¿Cómo es que habéis venido tan temprano? Hace poco que ha amanecido.
—Verás abuelo, es que no sé muy bien por dónde empezar —dice Francisco mordiéndose las uñas y frotándose las manos con evidentes muestras de nerviosismo.
—Pues comienza por el principio, sólo así puedes llegar al final.
—Vengo a proponerte una cosa. Mi madre me ha dicho que vas a vender la hacienda. Nosotros hace tiempo que terminamos la carrera. Somos ingenieros. Hemos estudiado carreras que tienen que ver con la agricultura y no encontramos un trabajo que de verdad nos guste. Hablamos hace tiempo de todo lo que tú tienes aquí y nos gustaría quedarnos con ello. Tenemos muchas ideas sobre los campos de olivos e incluso con las ovejas. ¿Nos dejarías intentarlo? Viviríamos aquí y podrías enseñarnos tantas cosas… Le hemos dado muchas vueltas y puede funcionar. Haríamos queso artesano, extraeríamos aceite con tu molino. Tenemos amigos que colaborarían también…
Rafael lo mira de hito en hito. Nunca en su vida se le hubiera ocurrido que sangre de su sangre volviera al pueblo a establecerse allí; donde solo queda gente mayor y los servicios principales no están casi cubiertos. Su nieto debe estar muy necesitado.
—Nada me gustaría más que eso llegara a ser cierto Francisco, pero debes tener en cuenta una cosa: esto no es un capricho. Los pastos escasean. El ganado necesita muchos cuidados diarios. El margen que deja el rebaño es muy escaso y respecto a los olivos no sé qué decirte. Son árboles centenarios que llevan viendo pasar la vida mucho tiempo. Han servido de sustento a varias generaciones y el aceite que se extrae de las aceitunas es excepcional. No quiero que sea un antojo que dure un mes. Tengo apalabrado un trato con el “tío Paco” y no me he echado nunca atrás. Si voy a hacerlo ahora, tengo que estar seguro de que puedo apostar por ti.
—Abuelo, estamos convencidos, ¿verdad Bárbara? —dice Francisco mirando a su novia.
—Así es Rafael. Todo lo que te ha dicho es verdad. No es una tontería de un día. Lo hemos meditado mucho. No estamos a gusto en la ciudad. Sabemos que sobre el papel es una cosa y esto es la vida real, pero creemos que sería perfecto. Nos gusta la vida que tú tienes. Deseamos que nuestros futuros hijos disfruten de la libertad del campo…
—Haremos una cosa —dice pensativo Rafael—. Hasta enero no debo pasar al “tío Paco” todos mis bienes, así que tenéis tres meses para probarlo. Si en ese tiempo seguís queriendo vivir aquí, no seré yo quien lo impida. Hablaré con él y romperé el trato. Espero que sepa entenderlo.
Los tres se abrazaron y comenzaron la jornada que estaba prevista. Tocaba varear el olivo así que, ataviados con ropa de trabajo, se dirigieron a la finca.
Para facilitar la recogida de las aceitunas y evitar que se mezclaran con las que ya se habían caído por sí solas, colocaron en el suelo unas mantas y, durante la mañana, golpearon sin cesar las ramas. Los frutos fueron cayendo poco a poco. Las primeras ampollas comenzaron a aflorar en las palmas de las manos. Rafael seguía impasible vareando una y otra vez sin descanso. De reojo miraba a los improvisados obreros y reía para sí. El drama del campo no había hecho más que comenzar…
Una vez recogido el fruto, lo trasladaron a la almazara. Todos eran conscientes de que acortar el tiempo de entrada para su molturación era muy beneficioso para los resultados del aceite.
Parte de la cosecha se destinó al molino que tenía Rafael en casa para realizar la extracción de forma artesanal, como siempre se había hecho. Comenzarían este año por pequeñas cantidades, a modo de prueba, para seguir cada vez con más. No importaban las agujetas ni los roces de las manos. Se respiraba ilusión por los cuatro costados.
Llegó el sábado y visitaron a la abuela Dolores. Francisco apenas la recordaba y verla en ese estado le causó una honda impresión. Ella pareció reaccionar a su presencia, pero sólo fue un segundo. Al momento siguió mirando por la ventana, distraída.
Los días se fueron sucediendo con mejor o peor fortuna. Las labores del ganado, unidas a las que demandaban los olivos, no dejaban tiempo para quejarse. Bárbara y Francisco se habían acomodado muy bien a la vida del pueblo. El abuelo les había hecho un hueco momentáneo en su casa y le estaba costando adaptarse. Estaba muy acostumbrado a ir por libre. Había pasado muchos años solo y tener compañía no estaba en sus planes; aunque debía reconocer que no le disgustaba. Trabajaban sin resuello y no les había oído ningún reproche. Eso era buena señal.
En el almacén del patio trasero, se respiraba el olor de antaño y, sin querer, se trasladó a su niñez. Podía ver a sus padres trabajando y él con sus hermanos jugando al escondite tras los sacos. No le costaba imaginar a su madre fabricando jabón, con el aceite de orujo, para lavar la ropa que luego tendía en las cuerdas que estaban entre los olivos… Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Abuelo, ¿te ocurre algo? —preguntó Francisco preocupado.
—No me pasa nada —contesta sacando su blanco pañuelo del bolso para enjugarse con disimulo las lágrimas de los ojos—. Estos olores que despiden las aceitunas recién aplastadas me recuerdan lo que he echado de menos a la abuela Picu. Desde que enfermó, he tenido que llevar las aceitunas a la almazara de la cooperativa porque para mí solo era mucho trabajo. Tenerlo de nuevo aquí, me ha enternecido.
—Nunca te he preguntado por qué llamamos así a la abuela.
—Nos conocimos en una fiesta de la cosecha. Pronto nos hicimos novios y para pasar tiempo juntos, recorríamos los pueblos de alrededor. Uno de los sitios que más le gustaban era el sendero del adelfal que está aquí cerca, en el río Cuadros. ¡Fuimos montones de veces a merendar! En una ocasión, llevé una botellita pequeña de aceite y aliñamos la ensalada con ella. Me preguntó de qué variedad de aceituna procedía y yo le contesté que de la Picual. Le hizo tanta gracia el vocablo, que rio durante un buen rato. Tenía una sonrisa tan bonita que manipulé la palabreja transformándola en la forma cariñosa que conoces para dirigirme a ella. Y nunca le importó. Al contrario. Si algún día me dejaba anotado algo en un papel, siempre firmaba con “Tu Picu”. Estos olivos son mi vida y mi Picualina ya no los recuerda; ni a ellos ni a mí —dijo con voz temblorosa.
—Es una historia muy bonita. Me gustaría haberla conocido antes de su enfermedad. Me apena que nos distanciáramos tanto. ¡Ojalá la ciudad no hubiera estado tan lejos!
—Da igual, hijo. A veces la distancia no lo es todo. Conozco vecinos que tienen sus hijos en este mismo pueblo y les ven menos que yo a vosotros, que ya es decir. La soledad es la fiel compañera de los mayores; ya lo comprenderás cuando envejezcas.
Llegó Navidad y con ello el final del plazo para decidirse a iniciar la vida en el pueblo. A Rafael no le cupieron dudas de que su nieto y Bárbara ya no se iban de allí. Les había picado el gusanillo de la madre tierra y no tenían vuelta atrás. Habló con el “tío Paco” y no hubo problemas. Retiró su oferta, ambos estrecharon sus manos y volvió a casa con la noticia.
Francisco y Bárbara estaban expectantes. El abuelo no se hizo de rogar. Con una sonrisa en los labios les dijo:
—¡Bienvenidos a vuestro pueblo!
Los tres se abrazaron y fueron a visitar a la abuela Dolores para comunicarle la noticia. Aunque sabían que no podía entenderlos, todos conocían la jerarquía que imperaba en el pueblo y que, desde antaño, encabezaban las personas mayores.
—Te he traído una cosa mi querida Picu —dijo con cariño Rafael—. A ver si sabes de qué se trata.
Se lo puso cerca de sus ojos, para que pudiera verlo. Era una preciosa botella de cristal con asa que contenía aceite. La destapó y con una pequeña cuchara le dio a probar un poco. Paladeó varias veces y, sin quitar la vista de la ventana, dijo escuetamente:
—Es “Picualina”, de nuestro molino.