Poderosa mano de olivo

Emy Barraca

La única verdad es la realidad, eso es lo que dice mi hijo Pedro que dijo un filósofo antiguo y yo, que estoy al pie de mis olivos plantados en esta ladera serrana, tengo que darle la razón.

Mi hijo es profesor de universidad en Toronto, opina su madre que si no encontró un sitio más lejos para irse. Haber tenido otro, me provoca mi hermano, pero no nos vino más que este, el de Toronto. El chico estudió para perito agrícola pero, concluida la carrera, le dio por ir a investigar unos musgos muy raros que se dan por allí, debajo de un glaciar y que son de la edad de hielo, en vez de quedarse aquí en su terruño de Jaén.

Esto de mi hijo no hay quien lo entienda; con la de árboles que tenemos en Jaén, emplearse en el musgo en Canadá. A los vecinos les digo que está haciendo la tesis doctoral, que da clases en la universidad y qué sé yo cuántas cosas más para ver si, a fuerza de decirlo, me voy convenciendo a mí mismo.

Aquí nos quedamos su madre y yo, con nuestro olivar que nace en terreno pendiente, porque tenía que tocarnos así, más difícil de lo normal. Lo llaman olivicultura heroica, por cogerles el dicho a los gallegos que cultivan sus viñedos en las pendientes, y llevan razón.

La agricultura de montaña es ardua, se trabaja al frío y, a veces, a la nieve. Decía mi padre, cuando ya le quedaba poco en este mundo, que tenían suerte los que trabajaban en llano, y mi madre le regañaba porque me pintaba la faena demasiado cuesta arriba y me podía desanimar de los olivos y escaparme a la ciudad a trabajar en la construcción.

Pero mi padre estaba en lo cierto. Los olivareros de sierra somos, dentro de la familia de los aceituneros, los más atrevidos porque toda la faena es a mano, echamos mucho en jornales y nos cuesta sobrevivir. Paso por los lineales de los supermercados, miro los precios y es que me llevan los demonios. Eso sin hablar de las epidemias de conejos y de xylella fastidiosa.

Aunque de joven fui más altivo, al correr de los años, que ya son sesenta y tantos, me he ido volviendo algo pesimista. Mi único hijo hace tiempo que se ha marchado al extranjero, y tengo un nieto de seis meses al que aún no conozco. Mi esposa, Josefina, que es muy espabilada, me conecta para hablar con ellos por internet y me ponen al niño en la pantalla para que lo vea. Pero no es lo mismo.

Hoy la verdad de la que habla el sabio antiguo, la realidad que veo, es un poco sombría. Me siento en la pura tierra a pensar en ese dicho del filósofo y observo el tronco de mi olivo más escogido en sus mil retorcimientos, el recortarse en el cielo sus ramas, y rememoro los viejos tiempos con su sabor agridulce de melancolía.

Aquellos jornaleros armados de escaleras, varas y lienzos para recoger el fruto uno a uno y yo, de niño, jugando a trabajar con ellos despreocupado, seguramente estorbando en su faena. La escuela con el maestro, su mapa detrás, que te preguntaba los ríos y las provincias. Luego vinieron los tiempos juveniles y el ensayo de todas las cosas principales de la vida que convierten a un zagal en un hombre hecho y derecho.

Me llega el aroma a aceituna en sazón, que es un perfume dulce, balsámico, tan bueno y tan inmenso como el abrazo de mi madre, y la recuerdo a ella, los mimos que me regalaba y la última vez que la vi reír.

—Ramón, Ramón —escucho una voz lejana, que me parece la de Josefina, alzo la vista y la observo subir la pendiente llevando su delantal bordado con un olivo y su moño andaluz. De uno de sus hombros cuelga una bota de vino.

—¿Dónde te metes, muchacho? Te hacía más abajo.

Desde que nos casamos y heredamos el olivar, en las tardes de noviembre, poco antes de empezar la cosecha, tenemos la costumbre de venir entre los árboles a mirar cómo están los frutos. Hoy es una de esas tardes previas, que parece igual que tantas que hemos vivido juntos otros años.

—¡Anda, que habrás puesto buenos los calzones!

Me pongo de pie y Josefina me sacude el trasero con salero, como lo hacía mi madre cuando era niño.

—A ver, dime, muchacho, ¿Cuál es el abarrunte de hoy?

—Hay pocas olivas; para encima, muchas de las pocas que hay, dañadas por las tormentas. ¡Mira!

Extiendo una mano llena de frutos tirando a pequeños, algunos de ellos reventados. Ella dibuja una sonrisa misteriosa, se come unas cuantas olivas con desparpajo y dice que están buenísimas.

—Tú no te tomas na en serio —le digo.

—¡Santísimo Cristo! Hay cosecha de sobra —responde.

Arrojo al suelo las olivas rotas y nos echamos a pasear entre los árboles recamados sobre los montes, acá y allá una almazara. El pueblo, más abajo, reluce en blanco iluminado por el atardecer.

—Ya lo decía mi padre, que en paz descanse, que era cosa de ablentaos poner olivos en los montes.

Josefina se ajusta el moño y se pasa las manos por la cara como la que se quita una telaraña. La evoco ahora mismo de moza, cantando una coplilla o un melenchón, bailando una jota serrana en las fiestas o asistiendo conmigo a las procesiones de recién casados.

Vuelvo en mí y atiendo a sus esfuerzos por sacarme de mis pesares filosóficos.

—Pero qué dices, hermoso: dan el aceite más bueno y agasajado del mundo —responde silabeando—. Trabajo tenía que costar cultivarlo.

Josefina saca del bolsillo del delantal un par de bocadillos envueltos en papel de plata, confeccionados con pan pringado de aceite virgen extra de nuestras olivas y unas lascas de jamón ibérico. Nos sentamos un rato en la piedra de siempre a comer y echar unos buchitos de vino.

A veces me da por quejarme, pero soy un hombre afortunado por tener a Josefina a mi lado. No olvido la primera vez que la vi, ¡qué guapa y qué desenvuelta! Tardé un poco en convencer a los de su pueblo para que me dieran por novio oficial, y me llevó más trabajo todavía lograr el visto bueno de su padre. Por entonces, las cosas no sucedían tan rápido como ahora, que son instantáneas; iban despaciosas como el crecer del olivo.

Ella se sonríe, como si me adivinara el pensamiento, con la misma gracia de cuando éramos jóvenes. Pero yo me siento inquieto con mis cuitas, preocupado por la cosecha, por nuestro futuro y por todo en general.

—A ver si nos salen las cuentas, Fina.

—Quítate ese bajonazo, muchacho. Yo hoy estoy más bien que na.

Mi mujer está hoy diferente, encantada de la vida, como si no le importara el pedrisco que nos ha caído en los olivos.

¡Cuánto echo de menos, en época de cosecha, los tiempos antiguos cuando en casa éramos ciento y la madre! Ahora estamos ella y yo solos. Son cosas que no le digo a Josefina para que no me riña.

Miro hacia el castillo, construido en la peña más alta, y me admiro de que hayan sido capaces de alzar ahí arriba esa fortaleza. Su torreón despide un brillo dorado y rojo al sol del ocaso. «Si esa gente pudo hacer algo tan difícil, yo soy capaz de sacar adelante estos olivos», pienso entre mí en un arranque de valor.

No estoy dispuesto a arrugarme por culpa de esta cabeza llena de dudas.

—¿Has visto la empresa que han montao? Hacen cremas con el aceite, buenísimas —dice Josefina.

—Yo sigo con el virgen extra, que es lo mío —respondo, con la vista puesta en el castillo.

—Pos mu bien, muchacho. El mejor del mundo, que no es poco.

—Una miaja de agüita ahora es lo que hace falta, Fina.

Ella lanza la vista hacia el castillo sonriendo demasiado, y después hacia el cielo azul hasta comprender con su mirar todo el horizonte.

—Ya veremos. ¿Qué, nos vamos o hacemos noche en el olivar? —dice ella soltando una carcajada.

Vamos bajando despacio por la ladera y yo sigo en mis adentros, pensando en los trabajos que se avecinan y a qué precio se venderá el aceite esta vez. Mi esposa canturrea a mi lado, más alegre de lo normal en ella, que ya es bastante. Llegamos a las afueras del pueblo y enfilamos nuestra calle, que desciende en una pendiente suave y hace un poco de curva.

Cuando hacemos el giro, observo que hay un taxi y una gente a la puerta de mi casa que parecen de fuera. Los vecinos se les acercan, las ventanas se abren, curiosas, está oscureciendo.

Miro a Josefina extrañado y ella ríe, sus ojos relucientes.

—¿Quiénes serán, mujer?

Avanzamos y veo que es mi hijo; al lado, su mujer con el niño en brazos.

—¡Sorpresa! —dice mi esposa, la voz vibrante.

Se me anuda la garganta y apenas me sale voz, me saltan unas lágrimas de los ojos sin que me dé vergüenza.

—Se han comprado una finca. ¡Vienen para quedarse, muchacho!

Permanecemos un rato parados, yo espero a ver si es realidad lo que parece.

—Fue este el que le trajo —dice ella, meneando su delantal bordado con un olivo.

El olivo alzó una mano poderosa, dijo Miguel Hernández. Y se alzan de mi alma por lo menos veinte años y se despejan mis dudas. Echo una mirada a los montes y los veo espléndidos en sus simetrías; en todo lo alto, el castillo fulgurando en un bermellón tan vivo como nunca. Adivino abrirse una edad de oro por estos cerros. Abrazo a Josefina, reclino su cabeza en mi pecho y la siento sollozar de alegría. Le digo al oído: ¡vamos con ellos, amor mío!, y arrancamos ligeros hacia esa nueva vida.

La única verdad es la realidad. Pero la realidad cambia cuando menos te lo esperas, respondo, por lo bajo, al filósofo.