Hoy escuché que voy a morir.
Desde ese momento, me siento prisionero de cientos de interrogantes. Un camino incógnito se abre ante mí, y soy incapaz de acallar una pregunta: ¿Es posible dejar de vivir? Aunque me hubiera gustado compartir mi inquietud, ellos parecían tan afligidos que no les quise molestar; tristemente, sentí que ya habían comenzado a notar mi ausencia, o peor aún, a extrañar mi presencia. Antonio caminaba impaciente a mi alrededor. Casi podía sentir su mente bullir en busca de una solución, aunque las respuestas en forma de resoplidos y suspiros no parecían satisfactorias para él, por lo tanto, tampoco para mí.
Entre mis seres queridos había una mujer que no reconocía. Me tocaba en la punta última de mis extremidades, escudriñaba mi centro vigoroso, con rudos golpes que resonaban huecos y maltrechos. Sentí afiladas agujas traspasar mi tórrida piel, hasta hundirse en lo más profundo de mi ser, succionando parte de mi energía vital. Su tacto esterilizado y su trato aún más, me transmitían un desamparo difícil de explicar. Y, aunque intentaba colorear mi futuro con palabras sosegadas y delicadas, su oscuro mensaje poseía sin ambages el sello de la muerte.
Con la promesa de volver en los próximos días, entre otras cosas para cotejar nuevas pruebas, me dejaron con mis lóbregos pensamientos, pero con el sosiego que sólo el silencio es capaz de regalar. Es ahora, tratando de esquivar el futuro y relegar, al menos por un instante, el presente, cuando me refugiaré en la atalaya del pasado contándoos mi pequeña historia.
Madura y negra, verde y liviana, esperanza y blanca.
No tengo nombre, o más bien, a lo largo de mi vida he tenido muchos. Aunque no sabría con cuál presentarme, en mis primeros recuerdos está grabada una voz áspera, seca como el pedernal. Él me invocaba como “Pi”, yo lo conocía como “Paco el mulero”. Nada más desperezarse el sol lo sentía a mi lado, preparado para una nueva jornada. Con él aprendí a disfrutar de las corrientes de agua a través de barranqueras de piedras, del olor del tomillo aceitunero, de las maravillas del sigilo nocturno y las bondades de la luz. Por supuesto, también aprendí a apreciar a aquellos seres que, con camisas de manga larga, trabajaban la tierra temerosos de los escorpiones que se ocultaban bajo las piedras y que se diferenciaban en piqueteros, vareadores y recogedores. Altivos trabajadores que se afanaban en recoger cientos y cientos de kilos de aceitunas, a lo largo de varios meses, mezclando largas jornadas de sol, de lluvia fina y caladora, de gélido viento polar e incluso de aguanieve. Después, en un continuo interminable, vendrían la corta, el abonado, arar, las pozas, quitar los mamones (“espetugar”, dicho por foráneos de otros pueblos), marcar los ruedos… En armonía con los cambios estacionales, las tareas se sucedían una tras otra hasta que el frío y las largas noches ennegrecían las aceitunas y volvía, una vez más, la época de la recogida. La bonanza de la naturaleza provocaba la dicha humana en prósperas estaciones, otrora arrancaba infaustos quejidos en temporadas fatigosas.
Paco solía venir acompañado de una mula llamada Reina Blanca. De carácter juguetón, siempre parecía querer lamerme. Aunque me gustaba la viscosidad de su lengua, no podía evitar algún repullo cuando me lanzaba tímidos bocados sobre alguna parte descuidada de mí. El mulero parecía obsesionado por nuestra sed, preguntándonos constantemente si queríamos beber. Casi siempre le respondía que sí, y entonces me daba agua fresca hasta que ya no podía beber más. En otras ocasiones, sentía mi cuerpo saciado, pero a él parecía no importarle y me forzaba a beber. En la finca había una pequeña alberca desde donde conseguía el agua para regar las olivas. Paco destaponaba la alberca con elegante maestría, liberando el agua que galopaba de poza en poza según los mandatos de su azada. Cuando el agua casi rebasaba la altura de la poza, taponaba una parte de la acequia, y dejaba que el agua corriera hasta la siguiente oliva. El ruido del agua al deslizarse quedaba atenuado por su voz alta y desgarbada, que sin pudor relataba las andanzas y desventuras de la gente del pueblo. Aunque eran desconocidos para mí, cada día descubría relaciones fuera de matrimonio, herencias vengadas y toda clase de cotilleos que circulaban de puerta en puerta. Junto a Paco afronté muchas y variadas estaciones, incluso llegué a confundir el día cotidiano, señalado por su presencia, con el lento devenir existencial.
Un día cualquiera él no apareció, tampoco acudió al día siguiente, ni los posteriores. Mis hermanos y yo cuchicheábamos sin parar, no sabíamos qué pasaba, pues nunca había pasado tanto tiempo sin que viniera a cuidarnos. Las mañanas sucedían a las noches, y la inquietud no paraba de acentuarse en mi interior. Hasta creí reconocer aquella sensación de zozobra que experimenté cuando descubrí el miedo por primera vez.
Muchos inviernos atrás, el sol aún no había despuntado en el valle cuando Paco, acompañado de cuatros desconocidos, aparecieron. Nos rodearon y ante la consigna de “en nombre sea de Dios”, quebraron el aire y descargaron sus largos y pesados palos sobre uno de mis hermanos. Escuché miles de veces el repiqueteo de madera contra madera, varas contra ramas, una sinfonía que parecía prolongarse hasta el infinito, únicamente interrumpida por sus voces cansadas y aún entumecidas por el sueño. Mi hermano sintió mi nerviosismo, y noté cómo escupía un dulce aroma que solo nosotros podemos captar. El resto de mis hermanos mayores también lo acompañaron, cantándome un dulce soneto, sin notas ni entonación, únicamente aquella esencia ondeada por el viento que anunciaba calma y sosiego. Ellos ya habían experimentado esta situación en anteriores campañas de recogida. Intenté relajarme, me repetía que ya estaba advertido, que mis hermanos me habían avisado en qué consistía “el avareo” y su mensaje era tranquilizador. Si ellos habían madurado sanos y fuertes, no había nada que temer. Aun así, notaba mi savia atragantada, un áspero sabor acre inundaba todo mi xilema conductor. Era incapaz de no escuchar el sonido de ramas quebrarse y aceitunas golpeando el suelo. Cuando el sol dominaba el cenit, Paco se acercó a mí aprovechando el descanso del Ángelus, y me susurró: “Pi, este año aún eres muy joven, pero pronto recogeremos tus aceitunas. Crece fuerte y llena tus ramas de hermosas aceitunas. Si haces eso, yo te cuidaré. Es un trato, ¿vale?”. En aquel momento, la tensión de mis ramas se liberó un poco más, y mis hojas dejaron de estar encogidas para volver a su longitud habitual. ¡Qué placer da volver a estirar las hojas! Esa fue mi forma de decir que aceptaba el trato; él me respondió con una palmada en el tronco. Me sentí aliviado, porque sabía que al menos este año no me iban a golpear, y si crecía fuerte, él me cuidaría.
Más de doscientos inviernos han transcurrido desde aquel momento. A pesar de tanto tiempo, mi astillado tronco aún conserva los ecos de aquel trato, y no he olvidado la angustia de aquel primer avareo. Hoy en día, ya no soy una frágil estaquilla, soy un olivo de esos que llaman centenarios. Mis ramas crecen sin pudor hacia el cielo, sobrepasando la altura de tres hombres. Tengo un tronco fuerte, ancho y alto, retorcido sobre sí mismo, pues siempre he buscado la última gota de sol antes del ocaso. Estoy curtido en mil batallas, he resistido heladas, granizos, sequías, incendios, golpes de hacha, cortes profundos, ataques de insectos y seres más pequeños aún. Bajo tierra, un ejército de raíces se expande por decenas de metros, en paradójica unión junto a las de mis hermanos. Olivos hermanos de territorio, compañeros de luz, amigos de lo cotidiano; pero en el subsuelo, allá donde mora la humedad de la tierra, competimos por expandirnos.
Ahora que ya me conocéis un poco mejor, prosigo la historia por donde la había interrumpido. Como os relataba, Paco dejó de venir y tanto mis hermanos como yo sufríamos su ausencia, ya fuera por las carencias de sus cuidados como por nuestro deseo de saber qué había pasado con él. En su ausencia, las malas hierbas se habían apoderado de mi espacio, sus raíces se entrelazaban con las mías, competíamos por el agua y todas las placenteras degustaciones que la tierra nos regalaba. Además, siempre estaban inmersas en una charla continua que rompía mi amado silencio. Incluso durante la noche, que es el mejor momento para expandir raíces y ramas, no se callaban ni un segundo, impidiéndome concentrarme y poder crecer. Se quejaban de todo, del calor del día, del rocío de la madrugada, de la falta de agua o luz, de los insectos rumiantes y sobre todo, de nosotros, los olivos, por creernos superiores y robarles su preciada luz. Nunca os metáis en la conversación de las malas hierbas, es insípida y aburrida, os lo aseguro.
Una mañana de otoño, mientras manteníamos la infausta pelea diaria contra nuestras no deseadas ocupantes, reconocí un nuevo aroma humano. Dio una vuelta por la finca y desapareció sin decir palabra. Tiempo después descubriríamos que aquel aroma pertenecía a Miguel, el cual había comprado la finca a la viuda de Paco, y a partir de ahora se iba a encargar de la misma. Tristemente, descubrimos que Paco había fallecido, y que nunca más volvería a cuidar de nosotros.
Exceptuando la época de la recogida, en la cual Miguel acudía de forma diaria, el resto del año apenas aparecía. Su falta de empatía hacia nosotros implicaba que las malas hierbas campaban a sus anchas, el agua escaseaba y las pozas estaban destruidas, por lo que no podíamos aprovechar la lluvia para llenarlas. No era delicado en el manejo de la vara, y quebraba infinidad de ramas mientras nos avareaba. Parecía que él no había adquirido la técnica de Paco al blandir la vara, o más bien, creo que le daba igual. Siempre estaba malhumorado y farfullaba continuamente insultos a su cuadrilla. Angelines era su mujer y tampoco se libraba de sus desprecios: lenta, atontada y soñadora eran de los más repetidos. No creo que la última palabra fuera un insulto, pero su tono denotaba esa intencionalidad. Angelines era atenta y muy cuidadosa. Un día, mientras ella recogía aceitunas bajo mis ramas, me enteré que el dueño de la huerta de los tomates, acérrimo enemigo de Miguel, fue el primero en robarle un beso. Pronunció la palabra robado con una entonación tan especial que sonreí sin darme cuenta. También escuché que desde que estaba casada con Miguel nunca había vuelto a sentir nada parecido.
El tiempo continuó en un incómodo letargo; extrañaba a Paco y me sentía abandonado. Me esforzaba por crecer fuerte, a pesar de haber comprendido que nuestro viejo trato había quedado desierto. Afortunadamente para mí, todo volvió a cambiar. Si algo he aprendido, es que los cambios nunca son anunciados, simplemente ocurren. Angelines apareció acompañada por un hombre que nunca antes había sentido, al que ella siempre llamaba padre. Junto a ellos, distinguí otro olor de hombre, pero este era muy diferente, parecía menos agrio, con mucha más energía y vitalidad. Me recordaba a una pequeña estaca.
–Me alegro de la muerte de ese malnacido de Miguel. Su maldita adicción, esa que tantos problemas te ha causado, ha sido tu salvación. Que se pudra en el infierno, y brinde con Satanás con todos los chatos y aguardientes que quiera –le dijo el padre a Angelines.
En ese momento descubrí que Miguel había muerto y conocí por primera vez a Antonio. Aquel aroma vital era del hijo de Angelines, un vivaracho mozalbete que no paraba de corretear entre olivos y balates.
Angelines venía casi a diario a la finca, a veces sola, otras veces con Antonio, y en ocasiones con su padre. Era muy trabajadora, se afanaba en mantener la tierra en buenas condiciones y en la época de la recogida manejaba la vara con gran precisión. A su lado, volví a disfrutar del silencio nocturno, de la gula lasciva de una poza repleta de agua fresca y de la integridad, sin quiebros ni requiebros, de mis ramas. Me hipnotizaba cuando ella le contaba fascinantes historias a Antonio. Solían descansar sudorosos bajo mi sombra, sentados sobre aquella gran piedra. Su voz firme y melódica llenaba el aire de cuentos maravillosos repletos de aventura e intriga, de árboles que daban frutas gigantes y crecían hasta el cielo, de yermas tierras donde solo había arena o, por el contrario, donde el agua lo inundaba todo. Al finalizar cada historia, mientras Antonio digería el final, ella lo abrazaba y le susurraba al oído: “Eres mi vida, ¿lo sabes?”. A veces, cuando se quedaban en silencio, me hubiera gustado contarles cómo soy capaz de metamorfosear la nada en una brillante flor, y que esta se convierte en aceituna, advirtiéndoles que pongo una parte de mi alma en cada una. Les habría hablado de lo diferente que sabe el agua de una tormenta furiosa de verano, del agua estancada y filtrada a través de capas y capas de tierra y sedimentos; también de la suave brisa que mece mis puntiagudas hojas y me provoca un placentero cosquilleo. Les habría contado otros mil detalles, pero creo que los humanos se han vuelto sordos ante nuestros deseos y necesidades, quizás nuestros canales de comunicación se han vueltos arcaicos y pertenecen a una época de relaciones ancestrales olvidadas.
Antonio dejó de tener ese aroma diáfano al cabo de unos cuantos inviernos. Aunque Angelines ya no le contaba historias, aun así hablaban de cosas muy interesantes. Su mundo parecía estar cambiando, había una cosa llamada televisión, que emitía imágenes a través de una especie de pantalla. Todo el mundo iba a verla a casa del alcalde después de la jornada de trabajo. También hablaban de unos vehículos a motor, que hacían ruido, y con los cuales la gente podía ir a Jaén en muy poco tiempo, incluso más allá de Despeñaperros. Su mundo mutaba, el mío, por fortuna, parecía encallado en un regocijo cotidiano.
El tiempo siguió avanzando y cada vez veía menos a Angelines. Cuando venía a la finca, se sentaba en mi ruedo, con la espalda apoyada en el tronco o sentada en una silla de madera que Antonio le traía. Podía pasar varias horas sin apenas mover un músculo. Creo que le relajaba escuchar el sonido de la actividad: los jadeos de Antonio, el repiqueteo de la azada, la correntía del agua… Juntos, hacíamos la fotosíntesis, yo transformaba la luz del sol en mi vitalidad; creo que ella la transformaba en mundos imaginarios o ensoñaciones futuras, o quizás fuesen recuerdos. Lentamente, su esencia menguaba, cada vez era más tenue y más difícil de percibir.
Una calurosa mañana de verano, Antonio apareció acompañado de varias personas. Reconocí algunas de ellas, aunque otras eran totalmente desconocidas para mí. Me sorprendió no distinguir el aroma de Angelines entre tanta gente. Antonio se acercó, y en un susurro me dijo. “Cuídamela. Dejo mi vida en tus raíces, amigo”. Me tocó la corteza con sutileza y se dirigió hacia la piedra donde ella le solía contar aquellos asombrosos cuentos. Escuchaba los golpes de la azada contra la tierra, parecía que estaba cavando un hoyo. Mis hermanos y yo, expectantes, no comprendíamos qué estaba pasando. De repente, el sonido cesó, y el silencio lo envolvió todo.
–Adiós mamá, que encuentres sueños e historias más allá de esta tierra –su voz estaba entrecortada por lágrimas. Mis hojas y mi propia alma se plegaron ante su dolor y el mío.
Aquella misma noche llovió de forma torrencial, la tierra se volvió húmeda y mis raíces absorbieron tanta agua como pudieron. De repente, noté que aquella agua era muy especial. Tenía un sabor de historias imposibles, de lugares lejanos, de sufrimiento y dolor silenciados, de lágrimas reprimidas, pero también de esperanza y sueños, de ternura infinita. Sentía la esencia de Angelines fundirse con mis raíces, permaneciendo eterna junto a mí. Juntos disfrutamos la inmensidad de aquella tormenta de verano.
Tras la muerte de Angelines muchas cosas cambiaron. Antonio suele decir que el progreso es imparable, y parece consistir en crear herramientas ruidosas y productivas. Los burros y mulas han sido sustituidos por vehículos todoterreno que arrastran un remolque donde cargan más de mil kilos de aceitunas. El filo de la azada se ha convertido en delgados hilos que giran y giran, degollando las malas hierbas sin piedad. La madera de las varas ha sido sustituida por un fino y resistente plástico, y ahora bailan al compás que les marca la vibradora. Una ruidosa máquina que Antonio engancha en alguna rama, haciendo que todo mi ser vibre, desde el ápice de la hoja hasta mis raíces más recónditas. Las aceitunas mecidas con tanto ímpetu caen con facilidad en unas livianas mantas oscuras. Mis hermanos menores son poco frondosos, ellos siempre están muy atentos de podarlos y cortarlos para que no crezcan mucho, de esta forma son perfectos para hacerlos vibrar. Creo que me he hecho mayor y no entiendo los tiempos modernos.
La luz crepuscular se extingue y el viento arrastra los primeros aromas nocturnos; pronto, muy pronto, vendrá la noche, quizás una demasiada larga para mí. Mis hermanos se resecan ante mi partida; los extrañaré muchísimo. Mi confianza en Antonio es plena, estoy seguro que los seguirá cuidando y tratando con el respeto que se merecen. Un viaje se destila en el horizonte, pero no estoy acostumbrado a viajar. Llevo varado en este, mi lugar, decenas de años. Mis hojas tiemblan de terror ante la partida. La oscuridad domina el valle, la inquietud es enorme.
Ojalá pueda volver a sentir los rayos del sol una última vez.