Era una noche con lluvia y viento. Sara llegó de madrugada a casa de la tía Minerva. Para su sorpresa, no halló vecinos, ni conocidos. En el enorme salón forrado de madera y pinturas, sólo Malena, el ama de llaves, arropaba el blanco féretro. Las campanadas del reloj anunciaron las tres.
—Sara, qué bueno verte —saludó Malena, al tiempo que ayudaba con las maletas—. Subiré esto a su habitación. Ahora vuelvo.
Me acerqué al féretro para ver a mi tía. Parecía serena, como la última vez que la había visto, hacía unos dos años. Un estruendo acompañado de reflejos brillantes le dio al salón una atmósfera de ultratumba. Falló la electricidad.
—Ha sido un rayo —advirtió Malena, que bajaba por las escaleras con un candelabro encendido—. Cayó justo en el olivo. Creo que lo ha partido en dos. Menudo disgusto se habría llevado su tía; adoraba ese árbol.
A través de los ventanales, se apreciaba el pequeño incendio sobre la copa del olivo, que se apagó casi de inmediato con la tormenta. Malena encendió varios candelabros en la casa, incluyendo los velones funerarios que hacían guardia a la difunta.
—Traeré café —anunció—. Está helando.
Aticé la chimenea y me senté en el sofá. Malena volvió de la cocina con la charola del café.
—¿Cómo es que no ha venido nadie del pueblo? —pregunté con extrañeza.
—Sabes que tu tía no era muy apreciada —respondió Malena, con cierto aire de nostalgia. —Todos decían que estaba mal de la cabeza… pobrecilla.
Tomó su libro de rezos.
—Será mejor que le dediquemos un rosario. Su alma necesita paz.
Nos hincamos sobre la alfombra del salón. El viento azotaba con fuerza sobre las ventanas.
Como si de un exorcismo se hubiera tratado, al terminar el rosario, la tormenta amainó. Entonces el amanecer nos sorprendió dormitando en el sofá. La aldaba del portón sonó con insistencia.
—Yo abro —se adelantó Malena.
El Padre Ángel, un anciano de lento andar, apareció en el salón. Agradecí que al menos alguien presentara sus respetos a la tía Minerva.
—Ya conoces a la gente del pueblo. Aún hay personas que creen en maldiciones y esas cosas —dijo el cura con tono pausado, observando de reojo el féretro—. Bueno… si me lo permites, brindaré una oración a tu tía.
El Padre rezó algunos minutos junto al ataúd. De repente, un rictus de asombro se apoderó de su rostro.
—Debo irme —afirmó, mientras caminaba hacia la puerta—. Supe que la van a incinerar hoy mismo. Cuanto antes, mejor. Hasta luego.
—Le acompaño, Padre —dije casi al vuelo—. Gracias por venir.
—Secretum Oliva —murmuró él con la mirada puesta en el árbol quemado del jardín—. Secretum… Oliva…
—¿Se siente bien? —pregunté, algo preocupada.
—Me voy.
El Padre Ángel caminó sin detenerse. Estaba por cerrar la puerta, cuando llegaron los encargados de la funeraria para llevarse a la tía Minerva. Como ella lo había dejado estipulado, nadie estuvo presente durante la incineración. El gerente volvió por la noche.
—Su tía dejó en escrito que se colocaran las cenizas en el mausoleo de su familia —me informó—. Iré con usted mañana temprano, si está de acuerdo, para que firme algunos documentos y entregarle las llaves del mausoleo. Su tía me las dejó en resguardo.
—Por supuesto —afirmé, aún sin saber mucho del asunto—. Debemos cumplir con su último deseo.
—Pasaré por usted a las nueve. Y… lamento mucho su pérdida. Hasta mañana.
Me sentía muy cansada. Subí a mi habitación y me quedé profundamente dormida hasta el día siguiente, que Malena me llamó a desayunar.
Al bajar la escalera, tuve una visión. Allí, en el vestíbulo, estaba mi tía, muy joven, llorando a mares. Por un momento, tuve la impresión de que me miraba. “Secretum Oliva”, repetía como un mantra, señalando con su fina mano hacia el jardín. Las piernas me temblaron. Aquella escena era tan vívida, que me paralicé.
—¡Sara! —exclamó Malena, mientras me tomaba por los hombros para hacerme reaccionar—. ¡Por Dios! ¡Regresa! ¡No la veas!
Caí desvanecida sobre la alfombra del recibidor. Tardé algunos minutos para darme cuenta de que la visión había sido real. Y Malena lo sabía.
—Has visto a tu tía Minerva, ¿cierto?
—Estaba aquí, de pie, llorando. Señalaba algo allá afuera, y no paraba de repetir la misma frase que me dijo ayer el Padre Ángel: Secretum Oliva…
—Yo también la he visto —afirmó Malena—. Ahí, junto al féretro… estaba tan joven como el día en que llegué a esta casa… No quise decir nada para no incomodarte.
El timbre sonó. Ambas nos sobresaltamos.
—Será el señor de la funeraria. Sube a cambiarte mientras le ofrezco un café para entretenerle. No te preocupes, Sara, todo saldrá bien.
Una hora después, estábamos en el cementerio de la montaña, colocando las cenizas de la tía Minerva en el mausoleo, al lado de los nichos de mis padres. Una lágrima de nostalgia rodó por mi mejilla.
—Disculpe, Sara, pero debo retirarme —advirtió el hombre de la funeraria—. Tengo otros servicios programados. Si gustan quedarse un rato más, puedo enviarles un coche…
—No se preocupe —dije, aún con voz entrecortada—. Me gustaría volver andando. Además, la casa no está lejos. Agradezco sus atenciones.
Malena y yo caminamos de regreso con toda tranquilidad, admirando los campos de trigo a nuestro paso.
—Debo contarte algo sobre tu tía —advirtió—. Yo llegué a su casa justo el día en que ella volvía de un largo viaje, antes de la boda de tus padres. Era una joven muy hermosa, callada y melancólica. Se la pasaba encerrada en su habitación sin hablar con nadie. Meses después, tu madre se fue a pasar su embarazo a una hacienda. Luego de eso, vino a la casa contigo en brazos. Tu tía Minerva se aisló aún más. Fue entonces que comenzó a escuchar voces y ver cosas que no existían. Tu abuelo murió por esa época y unos meses después, también tu abuela. Tus padres fueron a vivir a su propia casa, así que Minerva se quedó a mi cuidado. Las pocas veces que tu madre vino a visitarla, terminaba teniendo delirios. Hace dos años, me pidió que te diera las fotos donde aparecían tus padres. Tal vez presentía su muerte…
—¿Qué crees que signifique lo de Secretum Oliva? Seguro que tiene que ver con el árbol del jardín…
—Ahora recuerdo que, en sus delirios, tu tía salía corriendo hasta el olivo y lo abrazaba con fuerza durante horas. Alguna vez escuché a tu abuelo decir que él mismo lo había plantado el día en que Minerva nació. Una lástima que el rayo lo haya quemado.
—Es verdad. Por favor, mañana vas al pueblo a buscar a alguien que nos ayude a remover lo que esté dañado. Tal vez podamos recuperarlo.
Llegamos a la casa sobre las dos de la tarde. Después de comer me quedé dormida hasta que unos extraños ruidos me despertaron. Seguí aquel sonido que simulaba una pala entrando en la tierra, hasta que llegué al olivo. El olor a humo rancio me picó la nariz. Un viento helado me recorrió el cuerpo, acompañado de las primeras gotas de lluvia de lo que parecía una tormenta.
Fue entonces que la silueta borrosa de la tía Minerva se apareció frente a mí. Su mano señalaba un punto en la base del olivo. Superando el temor que me produjo aquella visión, decidí remover las cortezas carbonizadas. De repente, mis dedos se toparon con una superficie sólida. Era un pequeño baúl forrado con cuero negro y cerrado con candado. La lluvia se desató furiosa. Apenas logré sacar el objeto y correr hacia la casa.
Puse el baúl en la mesa del comedor y golpeé el candado con el cuchillo más grande que encontré en la alacena. El alboroto despertó a Malena.
—Pero, Sara, ¿qué haces? ¡Te vas a lastimar! —exclamó asustada.
Le expliqué lo sucedido y me ayudó a botar la cerradura. Ambas nos quedamos estupefactas. En el fondo del baúl, apareció una carta sellada y una fotografía de mi tía Minerva, embarazada. Tomé la imagen entre mis manos llenas de lodo. Mi corazón latía apresuradamente. En el reverso, escrito con fina letra, decía:
—“Con todo amor para mi hija Sara”.
—Dios mío… —murmuró Malena—. Por eso vivía atormentada…
La carta temblaba en mi mano. Respiré hondo y la abrí.
“Mi padre plantó el olivo el día en que nací. Le he contado todas mis alegrías y mis tristezas. Es como mi amigo. Por eso, le confiaré el más profundo de mis secretos. Cuando tú, Sara, encuentres esto, sabré que mi silencio habrá valido la pena. No me juzgues. Era tan sólo una joven enamorada de un forastero que me abandonó al saber que estaba embarazada. Mi padre decidió llevarme a una hacienda para tener al bebé y luego entregárselo a mi hermana Carolina, que entonces estaba recién casada y era estéril. Lamentablemente, mi arrepentimiento llegó tarde. Ya no podía recuperarte. Pero mi amor por ti es tan fuerte como las raíces de los olivos. No importa qué tan cruel sea la inclemencia a la que estén sometidos, siempre reverdecen. Espero que algún día me perdones”.
Fue una sensación extraña la de conocer la verdad sobre mi origen, pero a la vez, me sentí reconfortada.
Al día siguiente, como le había pedido, Malena fue al pueblo por algunos trabajadores que pudieran talar el árbol quemado. Cuando removieron el tronco, algo los dejó sorprendidos: las raíces estaban intactas. Ante la mirada de todos, lloré de alegría.
Luego de eso, decidí mudarme a la casa. Cabe decir que se terminaron los ruidos raros y las visiones. También cuidé personalmente del olivo, con todo el amor y la paciencia de que fui capaz. En poco tiempo, una ramita nueva brotó con entusiasmo. Igual que mi fe en el futuro.