Sombras aceitosas

Alejandro Bolancel Rubio

La charla había pasado de ser tediosa a convertirse en insoportable. Miguel resoplaba con fuerza mientras echaba un vistazo, casi de soslayo, cómo Penélope sonreía alegremente a algún comentario que le acababa de decir el odioso de Alberto.

El operario encargado de dirigir aquella clase sobre las instalaciones y funcionamiento de la cooperativa se afanaba, alzando el tono de voz, en ser escuchado con claridad ante las cuchicheantes conversaciones que los alumnos comenzaban a mostrar sin reparo alguno. La duración de aquella lección se hacía interminable para aquellos pequeños estudiantes de apenas trece años. Uno de los profesores que acompañaban a los pequeños pupilos, don Ricardo, que tenía un carácter algo irascible, saltó como un resorte:

–¡Pero, bueno! –comenzó con un rugir sonoro que de inmediato provocó un silencio casi sepulcral–. ¡Qué diantres os habéis creído! –continuaba gritando y dirigiendo la vista de izquierda a derecha escrutando con severidad a algunos alumnos–. Perdone, Rafael –se disculpó ante el ponente suavizando el tono de voz–, estoy seguro de que ahora escucharán todas las explicaciones que está usted realizando de forma tan amena e instructiva… ¿Verdad, niños?

Casi todos los alumnos asintieron al unísono mientras se agrupaban aún más, como si así, más juntos, pudieran evitar la ira de don Ricardo. Se encontraban en el patio principal de la almazara, donde se recibe la aceituna y posteriormente se lava y se pesa antes del proceso de la molturación. Rafael había terminado de mostrarles todo el complejo que conformaba la cooperativa del campo de San Antonio Abad, en Obejo. Y los había reunido en aquel patio para terminar con una pequeña pincelada de historia sobre aquella almazara.

–No se preocupe, don Ricardo, yo diría que les han gustado mucho mis lecciones y las estaban comentando entre ellos, ¿verdad? –preguntó en bloque mostrando una enorme sonrisa.

De inmediato, comprobó cómo todas las cabezas afirmaban con rotundidad; incluso algunas de ellas devolvían la sonrisa de complicidad de Rafael.

–Más les vale. Mañana, cuando hagamos un examen, veremos –respondió don Ricardo con severidad–. Continúe, Rafael, disculpe mis formas, a veces la rebeldía y la falta de respeto me sacan de mis casillas.

–No es para tanto, profesor –intentó suavizar Rafael. Conocía el mal genio de don Ricardo, ya que lo tuvo de maestro en su infancia, y sabía cómo se las gastaba cuando se enfadaba–. Como os iba diciendo, y ya termino, esta cooperativa fue fundada en 1959 por socios de Obejo y de municipios limítrofes. Al principio, la trituración de la aceituna se realizaba con sistemas tradicionales de prensado, «con rulos», y actualmente se realiza con sistemas modernos de molturación «continuos», lo cual ha disminuido la mano de obra en un 75%. Después de un complejo sistema, se extrae el aceite y se califica como aceite de oliva virgen extra, virgen fino, virgen corriente o lampante (refinable), según…

Miguel dejó de escuchar la retahíla de vocablos técnicos que estaba “soltando” aquel hombre. Su única preocupación, en estos momentos, se centraba en Penélope y Alberto. Éste comenzó a cuchichear en el oído de Penélope, mientras ella sonreía y le dirigía una mirada excesivamente cariñosa para los ojos de Miguel.

Maldijo para sí mismo mientras pensaba en cómo hacer para atraer la atención de Penélope. Le gustaba mucho, pero ella sólo tenía ojos para el idiota de Alberto. Estaba cansado de que le ignorase, pero estaba claro que él no tenía el desparpajo y la osadía de su contrincante. Decidió que era el momento de coger el toro por los cuernos. Emplearía aquel plan que tanto temía, pero que sabía que seguramente obtendría el propósito buscado: conseguir un rato de compañía con Penélope.

Esperó pacientemente a que Rafael acabara de impartir aquella lección sobre la parte histórica de la almazara de su pequeño pueblo y repasó mentalmente el plan a seguir. Estaba convencido de que era su única opción. Sólo esperaba que valdría la pena, si ello le pudiera reportar la deseada atención de su secretamente amada Penélope.

Cuando parecía que aquella intensa lección había tocado a su fin, uno de los alumnos, más concretamente Jesusito (su pequeño tamaño hacía posible que aún conservara su diminutivo), realizó la pregunta que todos estaban deseando escuchar, provocando un pequeño revuelo.

–Señor Rafael, ¿es verdad que allí hay fantasmas?

Jesusito, desde el patio principal y a través de una enorme ventana de madera, señalaba una antigua bodega que se ubicaba a escasos metros de la cooperativa. Todo el pueblo sabía que dicha bodega dejó de utilizarse después de un accidente que se produjo con unas trojes antiguas. La bodega quedó seriamente dañada y, dado que no era muy grande, se construyó una nueva de más capacidad y mucho más moderna. La antigua quedó sellada e inutilizada, sin saberse muy bien por qué. El caso es que algunos vecinos decían que por la noche se oían ruidos y voces, y, claro está, aquello se convirtió, por clamor popular, en un recinto misterioso y repleto de secretos al que nadie se atrevía a acercarse.

Si bien los más mayores hacían caso omiso de aquel halo de misterio que rodeaba a la vieja bodega, los más pequeños del lugar disfrutaban y recelaban, a partes iguales, de aquel inquietante almacén. Corría la voz, entre los más jóvenes, de que un niño que había venido de Villaharta con sus padres para asistir a la Danza de las Espadas que se celebraba cada tres años en las inmediaciones de la Ermita de San Benito Abad, se escapó durante la celebración del evento, llegando hasta el pueblo (alrededor de dos kilómetros separaban la Ermita de Obejo), para, y según contaban las malas lenguas, entrar en la vieja bodega con afán de saciar su curiosidad. Nunca más se supo nada de él.

Miguel rememoró las palabras que su madre le había repetido muchas veces: “Ese niño volvió al pueblo con sus padres, Miguelito. Lo que ocurrió es que el niño tenía unas peculiaridades especiales y se les escapó, aprovechando los festejos, pero acabaron encontrándolo”. Su progenitora, ante la cara de incredulidad de su hijo, zanjó: “El niño era autista, Miguelito, ¿que todo hay que decírtelo? Y no hay más que hablar”.

Miguel no sabía con exactitud qué características presentaba una persona con autismo; aun así, la explicación no le satisfacía por completo y el respeto por aquel almacén viejo y en desuso seguía existiendo en su interior. La respuesta de Rafael le sacó de su ensimismamiento.

–Pero bueno, Jesusito, no me digas que todavía crees en fantasmas –respondió con una sonrisa mientras escrutaba el resto de las caras que le miraban con una expresión de atención que no había recibido en las dos horas de charla que había dado–. ¿Alguno de vosotros cree que allí puede haber fantasmas?

Se hizo tal silencio entre todos los presentes que se oían hasta las moscas revolotear alrededor. Enseguida lo quebró el profesor con su habitual tono enérgico e incontestable.

–Basta de tonterías –comenzó a moverse con rapidez con un fuerte movimiento de brazos indicando a los alumnos que ya era hora de marcharse–. Disculpe de nuevo, Rafael, estos niños prestan demasiada atención a las estupideces que se escuchan por ahí. En cambio, su afán por aprender deja mucho que desear, con tanta superchería como se escucha por el pueblo.

–Bueno, don Ricardo, no sea tan duro con ellos. Son niños, escuchan cosas y preguntan con esa ingenuidad que posee su corta edad… –y, dirigiendo la mirada a Jesusito, le dijo con voz dulce–. No te preocupes, campeón, que por aquí no hay ningún fantasma. Puedes estar tranquilo.

–Ya habéis oído –sentenció don Ricardo mientras apremiaba a los niños, por medio de suaves empujones, a salir del patio principal–. Luisa, vamos, ayúdame con los rezagados.

Luisa era una profesora que hacía pocos meses que acababa de aterrizar en el pueblo y que era la antítesis de don Ricardo: de aspecto totalmente infantil, era cariñosa y sumamente atenta con todos los niños. No le gustaban las formas que, algunas veces, mostraba su colega. Su silencio ante aquella situación daba muestras de estar contrariada con la forma de proceder con los alumnos. Sin responder, se limitó a acatar las órdenes con paso lento y apocado.

Mientras tanto, Miguel aprovechó que sus compañeros comenzaban a charlar entre ellos conforme se dirigían a la salida, para encarar, con valentía y aplomo, a Penélope de forma directa:

–Penélope, ¿tienes un momentito?

Penélope sonrió de inmediato. A Miguel le dio un vuelco el corazón ante aquel rostro, pero enseguida le cambió el rictus al escuchar la voz de Alberto.

–Hombre, Miguel –su voz sonaba con un tono burlesco que Miguel ya conocía–, ¿has oído a Rafael? Lástima saber que no hay fantasmas por aquí, así que ya puedes dejar de dar la castaña con escuchar voces de ultratumba –acabó de hablar con una risilla final que lo hacía aún más insoportable.

Miguel lo miró casi desafiándolo, e ignorándolo por completo se dirigió a su amor idílico con la decisión tomada:

–Esta noche, alrededor de las ocho, quiero venir y entrar en la bodega –las palabras brotaron con una seguridad casi desconocida en él–. Me gustaría que vinieras conmigo y grabaras con el móvil cómo entro en el interior. Quiero dejar constancia de ello. ¿Te apuntas? –preguntó, ansioso por su respuesta.

Penélope, por un momento, quedó muda ante el ofrecimiento. Alberto también permaneció en un estado de sorpresa total y no era capaz de articular palabra alguna. Pasados unos segundos, Penélope, haciendo un alarde aventurero, pronunció:

– Sí, Miguel, me apunto. ¿Vienes tú también, Alberto?

– Yo… –respondió con rapidez, pero enseguida dudó con la invitación–. No sé si esta noche puedo, creo que mi padre quería que le ayudara en el taller…

–Pues no se hable más –interrumpió Miguel envalentonado como jamás se había sentido nunca–. ¿Te recojo minutos antes de la hora acordada en tu casa, Penélope?

Penélope asintió mientras comprobaba cómo Miguel se despedía haciendo un guiño con el ojo izquierdo, y veía como Alberto había cambiado repentinamente de actitud, dejando atrás sus características bromas y adquiriendo un tono de piel, sobre todo en la cara, de un blanco inmaculado.

Miguel sentía un nudo en el estómago desde que salió de casa. No era capaz de discernir si era por el desempeño que estaba a punto de ejecutar, o bien por estar caminando, a solas, con Penélope. Quizá por ambas cosas. La cuestión es que el silencio que se había establecido entre los dos, mientras caminaba hacia su destino, le estaba causando aún más nerviosismo. Por el rabillo del ojo comprobó que Penélope parecía muy decidida en su cometido. “¿Será sólo una fachada?”, se preguntó Miguel.

–¿Sabes cómo graba este móvil? –preguntó Miguel mostrándoselo y rompiendo ese silencio que le estaba comenzando a incomodar en demasía.

–Claro que sí. El de mi padre es igual. ¿Desde dónde has pensado que debo colocarme para grabar cómo entras en el caserón?

–Había pensado en una de las ventanas que se ubica en un lateral de la fachada. Creo que se abrirá con facilidad –en ese momento extrajo una pequeña linterna del interior de su chaqueta–. Coge esto, pero no la enciendas hasta que yo te lo diga, hay luz suficiente con el resplandor de las farolas que iluminan la cooperativa, y no quiero que nadie nos vea desde el pueblo o al pasar por la carretera.

Penélope asintió enérgica mostrándose eufórica con aquella aventura. Su voz sonó a música celestial para Miguel.

–Qué valiente eres, Miguel, me encanta que me hayas elegido a mí, pero has de saber que tengo algo de miedo.

“Pues no lo parece en absoluto”, pensó Miguel.

–Vamos –aceleró Miguel con nuevos bríos que le había infundido su amada.

Llegaron a la vieja y fantasmagórica bodega. Por la noche y al abrigo de la oscuridad aquel viejo caserón parecía imponer demasiado respeto. Miguel notó cómo el viento cobraba velocidad, demasiada quizá. Se acercó a la entrada principal, mientras señalaba con la mano dónde debía colocarse a Penélope.

–Allí –su voz apenas fue un susurro al abrigo de la oscuridad.

Penélope se dirigió con tanta premura que hacía poner en duda el supuesto miedo que ella decía tener. Miguel se armó de todo el valor que pudo y se encaminó a una pequeña puerta trasera (la principal estaba sellada con una cadena) que ya sabía de antemano que estaba algo deteriorada y se podía abrir con un fuerte empujón. Una vez allí, sacando todo el coraje que pudo, y pensando que a partir de mañana su Penélope le vería con otros ojos bien distintos, le dio un puntapié, con relativa fuerza, a la maltrecha puerta de madera, sin conseguir el éxito esperado. Eso sí, debido al mal estado de la madera, consiguió abrir un agujero de considerable tamaño por el que quizá podría entrar sin problema alguno. Retiró algunos trozos astillados de madera carcomida y dejó un boquete por el que no había duda de que entraría sin problema.

–¿Miguel?

La apocada voz de Penélope le hizo dar un respingo. Se maldijo a sí mismo por haberse asustado.

–¿Qué? –susurró mientras intentaba relajarse tanto como la situación se lo permitía.

El fuerte viento, que parecía crecer por momentos, le trajo la respuesta con claridad sonora.

–No te veo, Miguel, ¿estás dentro? ¿Y ese golpe?

–Nada, no te asustes, dale a grabar, voy a entrar ya.

Penélope asintió en silencio mientras Miguel se introducía por el agujero que acababa de abrir; su corazón le latía a una velocidad endiablada. Se irguió de inmediato y esperó unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad que había, a pesar del tenue resplandor que llegaba de la farola más cercana, que aun así se ubicaba a varios metros de distancia de aquel lugar.

Intentó serenarse, pero el fuerte viento provocaba, allí dentro, un ulular de lo más tenebroso. Comenzó a pensar que todo aquello había sido una mala idea. Enfocó la mirada a la ventana donde se encontraba Penélope y pudo ver lo que sería la sombra de su figura.

“¿Estará tan asustada como yo?”, pensó.

Pasados unos segundos sus ojos empezaron a vislumbrar en la oscuridad. Unos depósitos viejos y decrépitos se amontonaban en una esquina de la bodega. El olor allí dentro era insoportable, parecía como si algo estuviera en descomposición y se mezclaba con ese característico olor a alpechín provocando en Miguel alguna que otra arcada.

Olvidándose del desagradable olor, barrió con su vista toda la estancia, para, a continuación, y viendo que el panorama no era tan terrible, acercarse a la ventana donde se encontraba Penélope para que la grabación de su acto de valentía quedara bien registrada en la retina de su amada, que era la única razón por lo que estaba haciendo semejante estupidez.

De repente, detuvo su caminar al escuchar cómo el sonido del viento provocaba un ruido parecido al gemir de una persona. Su corazón parecía querer salírsele de su cuerpo. El gemido comenzó a aumentar de intensidad, y ahora eran varios los lamentos que se escuchaban. El miedo dio paso a un terror que lo mantenía inmovilizado. Lo último que recordó, antes de desmayarse, fue la visión de aquellas formas desfiguradas que salían de las paredes mostrando todo su horror.

–¡Miguel! ¡Miguel! –gritó Penélope sin temor a ser escuchada.

El vaso de agua que derramaron sobre su rostro hizo que Miguel despertara como un resorte y se incorporara dando voces.

–¡¿Qué ha pasado?! ¡Penélope!

Rafael, el operario encargado de explicar esa misma mañana cómo se trabajaba la aceituna en aquella almazara, le puso la mano en el pecho intentando calmarlo. Los ojos de Miguel miraban de un lado a otro desorbitados.

–Tranquilo, amigo. No hay peligro alguno –espetó Rafael con una ligera sonrisa–. Tu amiga ha salido a llamar por teléfono. Ella está bien y tú solo te has desmayado por algún shock que habrás sufrido, supongo.

–Fantasmas, he visto… algo que gemía y…

Una risa de Rafael hizo que Miguel callara de inmediato. Retirando la mano de aquél, se levantó de la camilla (observó a su alrededor que estaba en una especie de enfermería) y se irguió de inmediato al recordar lo ocurrido.

–¿Por qué se ríe? Allí, en aquella vieja bodega había… alguien, y pude escuchar sus gemidos.

Rafael se levantó de la silla, y sin dejar de sonreír se dirigió hacia la puerta mientras le decía a Miguel:

–Anda, ven conmigo. Te voy a enseñar lo que has visto.

Rafael se dirigió a la bodega con paso rápido y decidido. Miguel lo siguió a una distancia moderada. Miró alrededor, pero no vio a Penélope por allí. Llegó a la puerta principal, donde Rafael le esperaba con impaciencia. Con los brazos cruzados, y esa sonrisa permanente, Rafael le señalaba la pared con insistencia.

–Ahí tienes tus fantasmas.

Con varias luces encendidas, más una linterna potente que enfocaba el operario con diligencia, Miguel vislumbró una serie de manchas que se dibujaban en las paredes.

“Mis fantasmas”, pensó avergonzado.

–Hace muchos años –comenzó Rafael borrando por primera vez aquella sonrisa– hubo un accidente en esta bodega. Otro día te contaré la historia con más detalle, pero la cuestión es que se perdieron toneladas de aceite, de las cuales muchos litros empaparon estas paredes dejando estas bonitas… imágenes. La oscuridad, la linterna de tu amiga, que por cierto apenas tenía pilas y la luz que reflejaba era muy tenue, más ese ulular del viento que se colaba entre las rendijas, hicieron que tu miedo te hiciera ver lo que no era. Lo siento.

Miguel, sin decir palabra alguna, marchó de aquella vieja y decrépita bodega con la vergüenza reflejada en su rostro.