Sentado en su árbol favorito, un majestuoso y enorme olivo centenario de grandes troncos torneados, situado en un extremo de la finca, donde el terreno se abre creando una terraza natural, Ramiro volvía a dejar perder su vista sobre el tremendo paisaje que se abría ante sus ojos. Aquél magnífico ejemplar era una perfecta atalaya para poder otear toda la comarca.
Ante sí tenía el valle, con sus cultivos estivales y pequeñas huertas, todo ello rodeado de olivares y protegido por diversos cerros dibujados de caminos, que parecían sus venas. Abajo, se podía adivinar el serpenteo del río siguiendo la disposición de los álamos. A un lado se podían ver las primeras casas del pueblo.
A pesar de llevar toda su vida allí y encontrarse ya viviendo en su otoño particular, pues era ya un hombre maduro, él jamás se cansaba de disfrutar aquella visión. Procuraba pasear a diario o, al menos, con la mayor frecuencia posible por su olivar, no sólo para realizar las labores propias del mantenimiento de los árboles y del terreno, sino para poder calmar su espíritu en aquel ambiente pacífico, sereno, calmo y grato a los sentidos. Se podía afirmar que el hombre cuidaba al árbol y el árbol al hombre.
Entendía que la vida rural no tiene por qué ser tan dura como fama tiene, y desde luego, no hay mejor satisfacción que desarrollar la labor que cada cual elige, y que llena al alma de íntima satisfacción y felicidad. Además, después de muchos años vividos en plena naturaleza, había aprendido a conocer y respetar el entorno y disfrutarlo con respeto. Conocía los sonidos, los olores, las huellas y los ciclos de las plantas.
Aquella finca de olivos era herencia de sus padres, que a su vez fue de los abuelos, y así, hasta generaciones de hombres que nunca conoció. Ese pensamiento era muy habitual en él; se preguntaba cómo y cuándo, y con qué medios se apañaron para plantar aquel olivar; qué pensarían y qué sentirían aquellas personas que alguna vez llamaron suya aquella tierra. Pensaba si, alguna vez, una persona como él entró en los pensamientos futuros de aquella gente.
A su vez, mientras acariciaba las hojas de las ramas cercanas, también pensaba en los futuros trabajadores de su tierra, cuando él ya no estuviera.
Ramiro era hombre viudo, sin hijos, y sólo tenía un hermano con el que se repartió el olivar al heredar de sus padres.
A pesar de trabajar el campo, y conocer la evolución de los olivos desde pequeños y por igual, la disposición de los dos hermanos no era la misma. Lo que a Ramiro le daba esa paz, el premio del gratificante descanso después del trabajo y la alegría de la cosecha recogida, a su hermano le parecían las cadenas a su corazón impulsivo. Necesitaba aventuras lejos de aquel pueblo limitado. Hasta que lo consiguió.
Se marchó a vivir a la ciudad y parece que le iba bien. Por fortuna, nunca renunció a sus raíces, y durante algunos años aprovechaba los días invernales para volver y ayudar en la recogida de la cosecha, compartir el tiempo con su hermano, y por supuesto, regresar a la urbe con algunos litros de ese maravilloso producto que es el aceite…
Ramiro sonrió con cariño al recordar cuando salían su hermano y él, siendo muy niños, al campo con sus padres para realizar las labores, montados en un viejo carro tirado por una mula, con su andar cansino que servía a los dos niños para inventar juegos. Recordó las risas. Risas.
Recordaba también el tremendo frío que pasaban. Tenían que salir muy temprano y el andar era lento. Cubiertos con toda la ropa que tenían, apenas si dejaban asomar la nariz y simulaban que fumaban. Ahora lo estaba recordando con los ojos entornados, con la mirada orientada hacia el sol, dejando que el astro le inundase de pacífico calor. Tenía las esperanzas puestas en sus sobrinos, que serían los herederos del legado de sus abuelos.
Pero los años pasan, los niños crecen y ya no quieren ir al pueblo. Así que Ramiro tuvo que hacerse cargo por completo de aquellos olivos. A él no le importó, ni le sorprendió demasiado; de hecho lo estaba haciendo desde hacía años. Pero le daba pena que su familia se fuera perdiendo todo aquello.
No se trata sólo de trabajo duro; después de años de estar entre olivos, cuidándolos con cariño, desde la limpieza del tronco hasta guiar sus ramas, notaba la gratitud y la serenidad que le ofrecían aquellos seres vivos, que sobrevivían al hombre, que soportaban sequías, hielos, lluvias torrenciales, nieve… y siempre volvía a renovar la fuerza de la vida en ellos. No conocía un árbol más bello, grande y estoico que el olivo. Agradece y aprovecha cada gota de lluvia que haya en el aire. Incluso cuando las heladas son mortíferas y sus hojas se quedan del color de la ceniza y sus troncos parecen haber sido acariciados por las llamas, cuando crees que ha muerto, vuelve a resurgir la vida en él.
Al final, esa fuerza de la vida que corre por sus ramas las convierte en un fruto casi medicinal que ofrece con generosidad.
Después, el arte y el conocimiento de siglos convierte ese fruto en delicioso manjar y, sobre todo, en una indispensable fuente de salud.
¿Cómo puede la gente olvidar? ¿Cómo se puede cambiar todo esto por una vida pegada a un reloj?
Seguía sentado en su olivo, cuando volvió a entornar los ojos. Escuchar el viento entre las ramas y a su vez sentir la brisa en el rostro. Recibir el perfume de los tomillos y romeros…
Escuchar el griterío de los niños al jugar, a lo lejos, así como también el canto de los pájaros. Otra vez brisa.
En este dulce estado se pierde el paso del sol. Da igual la hora del día. Da igual el día de la semana…
Da igual la fecha del año. En cada momento se aprecian matices distintos en un mismo entorno. La luz, las nubes, la bruma. La vista desde aquí es increíble.
Él sabe que siempre que puede tiene que venir. Esto no lo convierte en un hombre hosco y solitario. Todos saben que va a su olivar, aunque no tenga una tarea concreta por hacer. Pero es que no encuentra mejor sitio. En la serenidad de las ramas, en la sombra que le ofrece. Viendo cómo aflora el fruto. Tocando y acariciando sus hojas, sus troncos.
Recuerda los días de la recogida de la cosecha, cómo cada árbol espera paciente su turno para ofrecer sus frutos. Cómo entregan generosamente su trabajo de meses. Cómo brillan las aceitunas, como si manos invisibles las pulieran. Cómo siguen apareciendo aún cuando cierra los ojos y cómo se disfruta el descanso en la noche. Descanso.
Acude otro recuerdo, menos grato, como una corriente de aire inesperado.
El día que el hermano, posiblemente siguiendo instrucciones, le propuso vender la finca. La vida en la ciudad no siempre es fácil.
Vender aquello. Deshacerse de los olivos. Renunciar a su cultura, a su raíz, a su todo. Una idea que jamás pasó por su cabeza. Nunca se había planteado esa situación y le costó encajarla.
Ni siquiera pensaba en el dinero. No podía entender que pudiera haber una cifra que cambiara todo lo que ello significaba para él. El olivar había sido su vida. Era su vida.
En su cabeza, y mucho más en su corazón, sólo tenía la visión de que ya no podría entrar en aquel terreno. Ya no podría pasear entre sus olivos; que ya no acariciaría sus ramas. Muy probablemente vallarían la parcela. La convertirían en un recinto privado.
Desde que se conoció en el pueblo la noticia de la posible venta de aquel olivar, hubo muchos que se le acercaron a proponer el trato, y alegremente hablaban en alta voz de las posibilidades de aquel terreno; de los cambios que harían en él, sin atender a las muestras de dolor y preocupación que en él producían.
Le aterraba y entristecía la idea de que alguien arrancara aquellos olivos, posiblemente para edificar una casa, un cortijo, pues el terreno lo permitía por su orografía, sin importar si no hay suministro de agua ni electricidad. Le entristecía mucho que alguien quisiera arrebatarle la paz que encontraba en los árboles, y por medio de la destrucción, llevasen hasta allí el ruido. Le daba mucha pena que aquella fuente de paz se transformase en el lugar de escándalo campestre de unos cuantos.
Venía a su pensamiento un olivar conocido, que quedó abandonado, y cómo los olivos descuidados y enmarañados dejaban caer sus frutos al suelo, poco a poco, como lágrimas…
Cuantas veces le decían: “¿…y para qué quieres tú los olivos?” Cuántas veces…
¿Para qué?, pensaba él. Y volvía a cerrar los ojos. Y volvía a sentir el campo, la madre. Para esto.
Deseaba quedarse así. En paz. En la paz.
Le encontraron por la mañana, sentado en su árbol favorito.