Labor improbus omnia vincit.
Sentado a la mesa de la cafetería de aquel frío edificio, en un receso de la reunión de trabajo con la junta directiva, la imagen del castillo de la etiqueta y el aroma intenso, a hierba recién cortada, de aquel aceite verde con que empecé a regar las tostadas, echaron a volar los pájaros del recuerdo en mi memoria, sobrevolando aquella isla de casas blancas, rodeada del verde de los olivos y el azul del cielo, allá en mi tierra. Y evoqué, con una punzada de nostalgia, mi primer día como aceitunero…
Pasé toda la noche sin pegar ojo, y desde el amanecer, temiendo la llamada que pondría a toda la casa en acción:
—Niño, es la hora.
Me vestí con las ropas gastadas, aquellas que ya no se usan a diario, pero que no se desechan todavía pues sirven como ropa de trabajo para el campo, y me aseé con el agua helada que hacía arder manos y cara tras su contacto hiriente.
El cielo raso de estrellas de la noche había dado paso a un día diáfano de helada inclemente; tejados y campos aparecían blancos, como si hubiese nevado.
Encogidos y silenciosos emprendimos la marcha hacia el tajo detrás de las bestias, bien aparejadas y cargadas de los pertrechos oportunos para la recogida de la aceituna; formábamos una cuadrilla familiar, dirigida por mi tío. Casi media hora caminando entre sombras hasta el olivar. Saludos rutinarios con otros aceituneros; los buenos días; comentarios jocosos…
—Vaya, este año lleváis al estudiante.
Cuatro explicaciones breves y ya se me consideraba al día, como uno más, para dar el jornal en la recogida. Poner los mantones bien estirados; la pañoleta al centro, entre aquellos negros troncones retorcidos; varear evitando golpear de frente, no hay que hacer demasiados collos. Recoger los mantones según las indicaciones después del avareo.
—¡Pleita!
Llenar las espuertas, transportarlas a la criba; limpiar la aceituna y llenar los sacos.
—Atención a los pimpollos, que no quede ni una.
El sol se va levantando en el horizonte, el hielo se deshace. Zarpas de barro en las botas. De vez en cuando, calentón en la lumbre.
El cansancio empieza a hacer mella. Las varas, aparentemente ligeras, acaban pesando como el hierro y haciendo ampollas en las manos. Empiezan a sobrar las prendas, los hombres, en camisa, sudando; las mujeres, sin quebranto aparente, con sus gruesos refajos y sus rodilleras hundidas en la tierra, cogiendo aceitunas de una en una. La cabeza tocada con los pañuelos.
Con el sol en su cenit, la hora de la comida. Sentados en el suelo, o sobre espuertas, sin muchas pretensiones de higiene, se agrupan las dos familias para dar cuenta de la capacha preparada la noche anterior.
Me duelen las manos hasta para agarrar el pan, pero qué rica sabía la chaucha, y el lomo de orza era pura gloria.
—Toma un trago de vino, para que te hagas un hombre.
Tras el cigarro, vuelta a la tarea.
Dios, ¡qué cansancio!, pensé. Tanto hablar de progreso técnico en el instituto y seguimos recogiendo la aceituna como los romanos. ¿Cuándo llegará la mecanización al campo? Si estos olivares son la gran riqueza de esta tierra, ¿por qué nuestro nivel de vida no está a la altura de otras regiones?
Preguntas que no dejaban de revolotear por mi cabeza de adolescente inquieto.
—Ayuda a cargar las bestias. Acompañarás a tu tío al molino.
Todo un conjunto de habilidades ancestrales en acción para preparar la carga. Las albardas con sus cinchas, sogas de esparto, nudos que se trenzan con habilidad, fuertes para sujetar, pero de sencillez pasmosa para deshacerse; las jáquimas, los ronzales y de reata hacia el pueblo.
Caminando, con el sol en declive, tirando de los mulos. El hielo y el frío de la mañana se han transformado en sudor pegajoso y en barro endurecido por las veredas, entre las olivas.
Cómo olvidar los montones de aceituna pringosa atrojados en el patio del molino. Las vagonetas diestramente empujadas y volteadas por los serranos –así llaman a los trabajadores de la almazara mis paisanos–, el olor penetrante y dulzón de las aceitunas prensadas, del aceite, de la jamila, del orujo. El ruido de los rulos, el de las prensas con sus cargos repletos de cimbeles (así se llamaba a los capachos) de esparto chorreantes de líquido amarillo, la atmósfera asfixiante de la sala de prensado del que salía ese oro vegetal para decantarse en las piletas antes de su almacenado en los depósitos. El orujo en la tolva, llenando los remolques y la negra jamila camino del arroyo.
Espoleado por la curiosidad de mi primera visita, no dudé en pedir a un vecino, trabajador de nuestro molino, el poder acompañarlo para vivir el proceso completo desde la recepción de la aceituna hasta dar con el aceite almacenado en los depósitos.
Allí pude ver cómo en el patio empedrado, al que se entra por un gran portón de hierro, van llegando las bestias, generalmente mulos y borricas, que son los más fuertes los unos o las más dóciles las otras, cargados de sacos o capachos manchados de negro morado y rezumantes de pringue, para descargarlos en una especie de muelle, desde el que los operarios los vacían a la tolva para pesar su contenido en la báscula, instalada en un casetillo en el que se toma nota del propietario, el número de kilos recibidos y se extiende un recibo. Después, se deja caer en la vagoneta, que a través de unos raíles en alto y empujada a sangre, servirá para distribuir la aceituna por el troje, que se encuentra a un nivel inferior.
Del troje pasan directamente al molino de muelas cónicas, accionados por fuerza eléctrica, para machacar las aceitunas y formar una pasta oleosa y negra que los serranos irán cogiendo con cubetas, para ir rellenando con ella los cimbeles en el cargo de la prensa hidráulica siguiendo el proceso de cimbel, relleno de masa, cimbel, relleno de masa… hasta completarlo.
A continuación, el prensado hasta obtener el máximo de aceite, que chorrea como cascada dorada hasta los canalillos que lo llevan a las piletas de decantación, de las que se desechará la jamila, líquido negruzco y maloliente.
Terminado el prensado, se retira el cargo y se va limpiando, cimbel tras cimbel, el residuo sólido, que una vez convenientemente secado formará el orujo.
En la nave de elaboración, mal iluminada, donde no se distingue la noche del día, me siento mareado, pues la atmósfera caliente de aire viciado y apestoso de los restos del aceite rancio, el orujo y la jamila, junto al ruido machacón de las muelas y los sistemas hidráulicos de las prensas, hacen de ésta un lugar de trabajo en difíciles condiciones al que sin embargo mis paisanos parecen más que acostumbrados, pues lejos de malas caras o imprecaciones, sonríen constantemente, se gastan bromas e incluso en la hora de la comida, en vez de salir fuera lo hacen allí mismo, empapando sus tostadas crujientes en las chorreras del aceite recién extraído.
Poco acostumbrado a los padecimientos del trabajo, pido a mi guía que me saque de allí y me enseñe la parte final de la elaboración y la bodega.
En otra sala están las piletas de decantación, que dejan en el fondo los posos malos del aceite, y de ellas sale un líquido de atrayente dorado y perfume característico que se conducirá a los bidones, lugar de reposo definitivo hasta que sirvan para llenar enormes camiones-cisterna al ser vendido a grandes aceiteras.
—¿De Jaén? —pregunté, ingenuamente.
A través de una espiral sin fin, el orujo pasa a un depósito bajo el que se colocan remolques y camiones; vendido para obtener nuevos aprovechamientos de riqueza nada despreciable.
Los restos líquidos se vierten directamente al arroyo que, tristemente, se viste de negro involuntariamente durante toda la campaña; lo que me lleva a nuevas cavilaciones:
¿Cómo recibirán las ranas a este intruso pestilente? Y los árboles de la ribera, ¿agradecerán su presencia?
Cuánto esfuerzo, cuánto trabajo, cuánto sufrimiento para obtener este aceite preciado que dará vida y sustento a este pueblo durante un año.
Así día tras día; y me quedaban quince de vacaciones. En mi mente adolescente empezaba a dibujarse mi realidad. Endurecía día a día mis manos, mis músculos se hacían más resistentes; también fortalecía mis convicciones. Seguiría mis estudios, pondría mis conocimientos al servicio de la agricultura, se debía progresar mucho más. Los aceituneros jiennenses no debían ser los parias del campo. De manera imprecisa intuía que en mí y en otros como yo, estaba la semilla del cambio.
Por entre olivos, corre la carretera. Se acerca a un pueblo blanco, ese pueblo se llama C… En lo más alto un castillo, en los más bajo, las huertas. Con su ermita, con su iglesia. ¡Qué bonito es este pueblo! Por entre olivos, sigue la carretera…
Y esa carretera me indicó el camino hacia el futuro, la que me trajo a la gran ciudad y a mi hoy, rico y complejo.
Terminé mi desayuno; especialmente ese día, me supo a gloria, como hacía tanto tiempo, en los olivares. Volví a la reunión, henchido de orgullo, como ingeniero de la multinacional que era, y desplegué pleno de confianza y sin titubeos, ante unos ejecutivos con acento italiano, el maravilloso proyecto de elaiotecnia en el que llevaba trabajando hacía más de un año.
En el horizonte próximo: crear mi propia empresa y así poder contribuir a la creación de un nuevo paradigma agrario en ese universo olivarero de mi tierra; y regresar a Jaén como empresario: alea iacta est.