Un paseo entre olivares

Lucía Garante Rebull

Mientras preparaba la mochila, pensaba que quizá sería mejor cambiar el viaje por otro destino más atrayente; pero tras meditarlo unos segundos, decidí optar por el que tenía planeado: Jaén. En un principio, no las tenía todas conmigo, pero al imaginar que podía pasar unos cuantos días sin sufrir la persecución abyecta de mi casero, sin escuchar los gruñidos ásperos de mi padre, ni los acongojados lloriqueos de mi madre intentando disuadirme para quedarme, hizo que me convenciese de lo atractiva que era la idea y lo acertada que podría ser mi decisión de vivir nuevas aventuras. Es fascinante conocer sitios nuevos pensé, intentando convencerme.
Alquilé un dos caballos color naranja con el fin de hacer posible mi aventura. Era el coche más barato que tenían disponible en el agonizante taller de la esquina. Pepón, el dueño, me demostró que el vehículo funcionaba correctamente y para asegurarse, lo arrancó en mi presencia varias veces. Le había visto sacarle brillo algunas veces a través de la cristalera del escaparate, con un mimo que ni a un bebé recién nacido.
Iba preparada para cualquier eventualidad, véase: traje gris verdoso con mil bolsillos, botas de montaña, un pequeño botiquín con lo más imprescindible, un libro por si contaba con algún momento de asueto, una linterna de petaca, pomada y ungüentos varios y por supuesto, agua azucarada que previene las agujetas. Coloqué todo ordenadamente en la parte trasera, y presa de la excitación, decidí emprender el camino hacia lo desconocido. A todo lo enumerado hay que añadir un viejo mapa gastado de padre, que se empeñó en que llevara y que a empellones me lo introdujo en la mochila verde. Era su forma particular de hacerme saber, sin decir una palabra y con rostro hosco, que no estaba bien visto en los años sesenta y tantos, que una mujer viajase sola por esos mundos de Dios.
Tras el primer carraspeo, el vehículo accedió a ponerse en marcha haciéndome un respingo con gracioso donaire. Según me adentraba en la provincia de Jaén, mi vista se extasiaba ante los campos de olivos que se mostraban ufanos a uno y otro lado de la escarpada carretera, asemejando un ejército disciplinado y bien pertrechado. A mi paso, el camino polvoriento hacía que cualquier detalle me despertara la imaginación, ávida por saber y deseosa por descubrir nuevos horizontes.

Mi primera parada se centró en el norte, donde el viento fresco y descarado azota la cara sin permiso. Sus manantiales me dejaron sin habla, sobre todo, la catarata del Zurreón, espectáculo de luz y sonido que te transporta sin apenas darte cuenta por escenas paradisíacas en cuanto entornas los ojos. Imaginaba grandes paisajes en otros lares, pero no precisamente allí. Desde los tiempos más remotos se comentaba que la Península Ibérica había sido tierra de pastores, rica y fértil. Me imaginaba a las ardillas correteando de árbol en árbol, mas no vi ninguna. En cambio, sí que vi conejos: ágiles, fugaces, dando esos quiebros tan imprevistos con graciosa simpatía. Es muy curioso, que esos mismos quiebros los imite el propio terreno, como si quisiera bailar al mismo son.
En los antiguos libros, Aristeo, hijo de Baco, es considerado el inventor del aceite, según versión de Cicerón. También Plinio el Viejo decía que tanto los pueblos semitas como los egipcios utilizaban el aceite, además de como alimento, como perfume durante los sacrificios. Se cree que comenzó el cultivo del olivo en la antigua Siria, para pasar más tarde a Egipto y a las islas del Egeo, como así quedó plasmado en los frescos del palacio de Cnosos. Palas Atenea, la diosa de la sabiduría, enseñó a Cécrope los secretos del cultivo del olivo. En cuanto a Poseidón, preso de furia, hizo que con un golpe de tridente emanara agua salada inundando la cosecha que, hasta ese momento, se intuía provechosa de frutos. Los dioses del Olimpo no tuvieron más remedio que dictar sentencia a favor de Palas Atenea. Por lo visto, hasta en la mitología griega se fraguan conflictos, venganzas y rencillas.
La visión del mar de olivos era difícil de entender en un principio por una foránea urbanita como yo, pero bastaba hundir los pies en los terrones endurecidos de aquella tierra, para darse cuenta de lo que debió sentir Estrabón al escribir su Strabonis Geographica y describir la Iberia firme y majestuosa abrazada por el acebuche. Ya el Corán cita el olivo como símbolo falto de ideologías terrenas “…árbol que no es oriental ni occidental…”. Si se hubiera escrito el Corán en Jaén, es probable que dijera otra cosa.
En los campos jienenses se percibían los sacrificios y trabajos de sol a sol de quien los mima. Entre sus sinuosos troncos y verdes ramas, se difuminan dibujos de paz y armonía. De quién eran los olivos se preguntaba el rapsoda, cuando ordenó levantarse presto y altivo al olivo solitario amamantando al camino. Levántate olivo cano, ordenó el poeta Hernández, animando al viento para empujarlo y por tal efecto quizá, se mostraban así de retorcidos.
¿Quién me iba a decir a mí, que aprendería a decir Picual en Arjona y Royal y Cornicabra en sus alrededores? Muchos miles de olivos dan constancia y fe de lo que estoy diciendo. Visitas curiosas me llevaron a escudriñar viejas murallas romanas deteniéndome mano emulando visera, a entonar un canto de libertad entre sus muros. Entre cerros de mediana altura, planicies, laderas y mesetas, solía bajarme del coche renqueante a respirar el mismo aroma que antaño lo habían hecho por el mismo lugar, venerables caballeros cuya esencia de honor obligaba a rubricar contiendas con espadas.
No era así para el sacrificado aceitunero, cuyos campos se hallaban inmersos por la campiña bañada por el mar de olivos. Dicha marea en reposo, asemejaba al atardecer como luz tenue que emanaba de un candil en una hornacina, pero con tintes salpicados de verde.
El aceitunero de pro no entiende de razones heroicas. Don Quijote supo ver un orden establecido de caballero que consideraba justo; en cambio, tanto al lazarillo como al aceitunero, lo que les interesaba era el propio sustento. El uno en la sinuosa ficción y el otro en la cruda realidad, acuciados por el hambre, perseguían el mismo fin: alimentarse a sí mismos y a los que tenían al cargo. Su aspecto bragado y rudo daba la sensación a primera vista de ser un tipo arraigado, honrado y carente de maldad. Me recordaba a la hojarasca del propio olivo que, aunque parezca que perece, tan sólo dormita a la sombra de su árbol viéndolo crecer.
Tras tomar un bocado en la fonda de Reme y Jesús, cuyas exquisitas viandas acompañaron con una charla amable, decidí emprender de nuevo camino no sin antes echar un último vistazo a las llanuras que rodeaban la sencilla casa solariega, muy cercana a las orillas del Guadalquivir. Me contaron cosas de retamas, chaparras, coscojas, lentiscos y otros arbustos que yo desconocía. Contaban con un olivo solitario muy frecuente por la zona, por haber sido el resultado de un rebrote salvaje según gustaban de relatar. Con un tronco reviejo, con malformaciones retorcidas, daba la imagen de noche de monstruosidad encantada. Estaba situado al oeste de la campiña sin protección alguna, al lado de un pequeño muro de piedra caliza. Los amos de la finca rústica accedieron a mi extraña petición de llevarme un trozo de esa piedra, pues desde siempre gustaba en coleccionar cosas extrañas.
Al amanecer emprendí camino después de un descanso reparador. La noche anterior soñé en contar olivos… y no fui capaz. Con las olas del mar me pasó lo mismo, quise contarlas y no pude. Tendida al sol en el prado me pasaba semejante cosa: intentaba contar las nubes que corrían movidas por la acción del viento y no me era posible, por mucho que lo intentaba. Si conseguía con suerte llegar antes del anochecer a mi siguiente destino, tomaría posesión de alojamiento en algún lugar cómodo y sencillo cargada con curiosas ramas de olivo, piedras de distintas formas e historias de gente tan dura como la propia roca rojiza de los muros que los rodeaban.
Me habían dicho Reme y Jesús que debía visitar un molino jienense que se consideraba el más pequeño del mundo y hacia allí me encaminé. Y ahí estaba, frente a mí: en Alcalá la Real, de arquitectura sencilla y rústica, sus paredes encaladas te daban la bienvenida. Ramoneando como las cabras del entorno, me iba acercando poco a poco con curiosidad. Un hombre de mediana estatura salió secándose el sudor del pescuezo y esbozando una sonrisa con la mano tendida. Me llaman El Sereno, me dijo. Observé su rostro surcado de arrugas tan profundas como un campo recién arado, casi petrificado, apoyado indolente en uno de aquellos recios olivos que formaban parte integrante del fantástico paisaje.
Me contaba Juan, que era su nombre real, las alabanzas del aceite y para cuántas cosas servía y aliviaba. Una cataplasma caliente bien puesta y en el lugar indicado, lo mismo sana una torcedura que un retortijón de tripas, decía Juan con la sabiduría propia de la experiencia; y te digo una cosa más: desde el pecho hasta la ingle, cumple una función beneficiosa para el cuerpo; y para la mente, más todavía, apostillaba. Y como insecticida no tiene precio ¡No, no!, déjate de frascos inútiles que no sirven para nada… ¡aceite de oliva del olivar!, repetía machaconamente. Él fue quien me informó de las enfermedades de los olivos: que si la mosca, que si la palomilla, campaban a sus anchas cuando el minifundista se descuidaba. Era difícil su ocultación entre doce o catorce pasos que distanciaba entre un olivo y otro, para hundirlo lo más profundo que podía. Los acompañaban en su armonía vides e higueras para ayudar al sustento familiar. Olivos tenía tó el mundo, dijo Juan. Marché de su casa, agradecida por la información tan detallada. Un cálido apretón de manos selló la visita.
Había dejado atrás un trozo de arado oxidado cubierto de fina escarcha, abandonado allí como con descuido premeditado. Los gentiles lugareños llamaban campos enharinados refiriéndose al suelo escarchado, húmeda blandura, decían en su más pura vena poética. Cicerón decía que un agricultor cuando contempla la flor del olivo, sabe que también verá el fruto en un futuro. En cuanto al tamaño del fruto, Sexto Pompeio aseguraba jocosamente: “…dicen que hay un tipo de aceitunas, traídas de Grecia, tan grandes como testículos…”.
Conforme me iba alejando de la casona de Juan, recordaba las recomendaciones de padre y me daba cuenta de que si fuera tan estable como él deseaba, viviría en la muerte. Cada paso que daba siempre adelante, lo hacía porque estaba dispuesta a correr riesgos, aceptar confusiones, equivocarme, sufrir miedos, a caerme para poder levantarme, sabedora de que con todo ello, estaba dispuesta a pagar un precio incierto y perplejo.
Nada es un azar. Lo tuve claro en el viaje por tierras jienenses. Lo pude comprobar al introducir mis manos en un riachuelo, mientras un vientecillo cortante las acariciaba, hasta que hacia la mitad del día la cosa cambiaba, pues el calor del secano se hacía envolvente.
Tan fundida estaba en el ambiente, que no vi llegar al perro. Me olisqueó de arriba abajo con insistencia. Cuando conciliadora y a la vez temerosa, le puse la mano cerca del hocico, pareció intuir que la persona ataviada con un sombrero floreado tan ridículo no le podía hacer ningún daño. El animal tenía un ojo medio cerrado que parecía estar haciendo un guiño continuo muy gracioso. Al comprobar que yo no suponía peligro alguno, correteó haciendo cabriolas delante de mí, supongo que para advertir a su dueño de mi llegada y alentándome a seguirle.
¡Cuánto pesa a veces un pequeño acontecimiento! El propio can me condujo hasta la puerta desvencijada con grandes remaches negros. En la esquinita superior, había un azulejo con el número siete cuyos bordes rebosaban todavía pegotes de cemento ya seco.
En aquellos momentos, me asaltaban los mismos nervios que el primer día. Y ya era el cuarto, si mis cuentas no fallaban. Acababan de dar las doce en un campanario demasiado alejado para que se oyera con claridad su son. Al chirriar de apertura de la puerta, acompañó el ladrido del perro y la sonatina pausada del reloj de pared del fondo. En el marco de la puerta, apareció un venerable anciano con blanca y larga barba que portaba una vara entre las manos. Le pregunté por qué llevaba una vara de ese material teniendo los olivos tan a mano. Su voz grave, tal y como me la hubiera imaginado en sueños, me pidió disculpas por las molestias causadas por el perro. Respondió a mi cuestión diciendo que las ramas de castaño se utilizaban comúnmente para esos menesteres en tiempos de cosecha. Añadió, seguidamente, que en su pequeño pero escarpado terreno monte arriba, al estar en desnivel, lo iba arando pá arriba para que el terreno no perdiera tierra, que ya perdía bastante por efecto de la erosión natural. En la puerta, debajo de una pequeña teja vana, había una especie de bebedero para animales con una tapa de bisagra. Le pregunté para qué servía el arcón y me dijo que era un invento suyo para utilizarlo como asiento y como abrevadero para los bichos una vez abierto. Ingenioso, sin duda. Me confesó con orgullo que en sus años mozos, cuando todavía estaba ágil, había sido vareador de los de altura. Me habló también de la caza que se daba por la zona y que cuando niño, todos los zagales de la parte ribereña eran aficionados a cazar tordos con unas redes muy tupidas. Quiso ofrecerme un refrigerio, el cual decliné educadamente, pretextando algo de prisa.
Mi última parada habría de ser necesariamente en una almazara. No tenía ni idea de lo que era eso. El guardés, llamado Arsenio por su padre según dijo, se encargó de sacarme de mi error: a pesar de que algunos iluminados modernos se empeñen en llamarlo almazara, se trata de un molino ni más ni menos. Sin duda había acudido al lugar idóneo y me informaría de cómo se transforman las aceitunas en el líquido dorado en que se convertía luego. Ubicada en la cima de la loma, su situación de dominio sobre el paisaje parece atraer al caminante hacia un acto simple y natural, para convertirlo en veneración. Una puerta metálica y estrecha da paso a la sala de procesamiento del molino de aceite. Los rulos cónicos de granito gigantescos engarzados a un eje, rodaban pesados haciendo un ruido ensordecedor ralentizando el atardecer. Parece que el tiempo se ha detenido a las seis de la tarde. Antaño, el artilugio solía estar tirado por mulas. En la tarea se depositan las aceitunas para molerlas; una vez trituradas, continúa rompiendo los vegetales con fricción en el alfanje librando los frutos del yugo con cuidado de no machacar los huesos. Las gotas que se liberan, el guardés decía que eran como las lágrimas del aceite. La urdimbre se mezcla con el agua caliente y la masa resultante se pasa como un colador, por las llamadas tarifas. La masa de los alfanjes, más densa, se pasa a los capachos de esparto que van pasando a la prensa. El aceite se queda en las tarifas o se deposita en las tinajas. Arsenio, de porte recio donde los haya, contaba historias de forma gratuita sobre un señor cristiano que prefirió prender fuego a sus tierras antes que entregarlas al enemigo invasor. Sentenció la narración asegurando que él era descendiente del mencionado noble, discípulo de la cristiandad. Por supuesto, no lo puse en duda. En la cooperativa de la comarca de La Loma, Arsenio me obsequió con una botella de aceite agradeciendo la visita.
Al salir de allí cargada con la botella de esencia dorada, agarrándola como un tesoro, bufaba del calor. Un enorme pajarraco sobrevoló por encima de mi cabeza proyectando una sombra alargada, en el instante en que con la mano me despedía de Arsenio.
Anochecía cuando emprendí el viaje de vuelta hacia el norte.
El dos caballos se resistía a ponerse en marcha como preso en rebeldía. No se iba a estropear ahora que ya finalizaba su periplo. ¡Oh Dios!, si me dejaba tirada, creo que no se lo perdonaría. Cesé en mi insistencia con la llave de contacto recordando el consejo de padre: déjalo que respire y luego, dale. Con una tos bronca, el coche arrancó con mis consiguientes reverencias, caricias y aplausos.
Según iban quedando atrás aquellos campos, recordé unos versos que describían fielmente el antes y después de tan hermoso viaje:

Entre verdes olivares
quedaron mis sentimientos,
mis desvelos y pesares
y tantos malos tormentos
por dudas y sufrimientos,
por vientos y tempestades,
y tantas falsas verdades;
disfruté bellos momentos
entre verdes olivares.
En el camino de vuelta, tanteando en el bolsillo, noté aquella carta de despedida de Benito que ya amarilleaba de tanto sobarla. Ya no más malos recuerdos, no más pensamientos nefastos, tan sólo, el repaso de mis remembranzas con amoroso detalle puede aliviar el desaliento que me invade. Parecía que todavía estaba oliendo el perfume de aquel solitario olivo, de sus hojas estrechas y puntiagudas como lanzas, de sus florecillas blanquecinas agrupadas como ramos de novia, del regusto del amargor del orujo recién prensado y del mosto oleoso de casta noble, no del que bastardea, como diría el aceitunero Juan.
Según me iba acercando a la capital, con calma chicha como se dice en la mar, clareaba el cielo tornándose azul por momentos rodeado de una finísima neblina. Allá, a lo lejos, se vislumbraban ya los tejados ennegrecidos de la gran ciudad que se resistía a despertar de su perezoso letargo.