Sierras de Segura, años de 1500.
Apenas si ha despuntado el día y personalidades de aquella época como Pedro Rodríguez de Alvarado, Juan de Vego, Buenaventura y Herrera, Antonio de Castro, Juan de la Cruz Fernández y otros tantos mozos de los lugares más remotos de aquellas abruptas sierras, parten de la villa segureña enarbolando sus estandartes y pendones con honores recibidos del Concejo, a caballo, como correspondía a los fieles soldados del recién coronado emperador Carlos, mandados por el capitán de Caravaca Juan de Montiel y Vila, quien los guiará a unos hasta Italia para sofocar el conflicto con los franceses y a otros a México, para unirse a las expediciones de Cortés.
Por otra puerta abierta en la muralla que da al arrabal de Orçera, salen grupos de unas cien personas compuestos por pineros, ajorradores, veedores, pinches, cocineros y capataces junto a sus rebaños de cabras y ovejas dirigidas por pastores de zalea, zurrón y cachava de maraña siempre pendientes del careo y la paridera para acompañar y abastecer al maderamen y su séquito de hombres que dejaron atrás la diligencia de la esteva del brabán y el temple de los ronzales de las bestias en la labranza por la odisea del camino del Guadalquivir hasta las Andalucías, donde se realizará la entrega de tan preciado material.
De entre aquella muchedumbre de serranos que río abajo transportarán pinos y enseres, según el oficio de cada cual, destaca una cuadrilla del poblado de Valdemarín, que cada año cumple el encargo de abastecer de aceite y vino a João Caminha, un hacendado comerciante portugués afincado en la villa segureña, y al Concejo de la Villa que tendrá que asistir por ley a su comunidad de vecinos. Así lo determina el Fuero desde que se conquistaron aquellas tierras a los moros.
La travesía por el río Guadalimar hasta juntarse con el Guadalquivir dura meses, y desde las mansas tierras de la antigua Cástulo donde se unen los ríos, se desplazarán hasta las lomas de Úbeda, por numerosas huertas multicolores dispuestas en terrazas entre los valles que alindan con ricos viñedos y extensas tierras de labor para el cereal, salpicados de olivares.
Entre las múltiples haciendas que conectan la telaraña de caminos y carriles, destaca una por la cuidada elaboración de uno de los bienes más preciados ya desde los fenicios, el aceite.
A pocas leguas de la villa que llaman La Torre de Pero Gil, en las cercanías con Úbeda, se encuentra una espléndida hacienda llamada «Tierra del Espíritu Santo», adonde se dirige la cuadrilla que partió de Valdemarín.
La hacienda es regentada por José Molinero y su señora, donde reina un mundo de lucernas y candiles heredados de los romanos con sus torcidas de trapos chupando el caldo de la alcuza. La finca cuenta, además de los animales comunes en cualquier cortijo, como gallinas, conejos, cerdos, burros y mulas, que antaño movieran los pesados rulos de granito alrededor de la tolva con los ojos vendados en un viaje interminable, con un tesoro que miman y cuidan cada día, de calculada construcción y muy reconocido y valorado en toda la comarca por cuantos se dedican a la elaboración del aceite. Se trata de una antigua y cuidada maquinaria tipo prensa de palanca y torno heredada de sus antepasados. «La prensa de viga» manejada a brazo que, aunque solía dejar a medio apretujar el orujo de los capachos, aquella, muy bien conservada y manejada con el cariño de un artesano, la trabajan dos braceros que desde jóvenes comenzaron su manipulación bajo la supervisión de José; y en ella, el modo de trabajo se desarrolla ejerciendo la presión sobre el extremo de la gruesa viga por medio de un torno que se encargaban de accionar aquellos dos operarios, el cual, gracias a una doble cuerda o maroma, les permitía bajar la viga hasta el punto de presión máximo, primero, para después, ya exprimida la aceituna, izarla hasta alcanzar el punto de reposo. Con los aclaradores dispuestos en serie, darán reposo al verde líquido, librándolo de impurezas y solajes.
Todo un espectáculo que gozan aquellos serranos acostumbrados a la inclemente mordedura de los cierzos, el agobio de la solanera y el rigor de la carama, pero apenas acostumbrados al inconfundible olor de la aceituna triturada en la almazara que logra encandilarlos.
Son aquellos trabajadores, quienes con sus brazos lucharon contra la maleza, raíces, cepas y toconas, desmatando gollizos y dando cava a la tierra para, con mimo y sufrimiento, plantar las estacas y cuidar los esquejes hasta ver pintar las primeras aceitunas.
Son los mismos que, al fin, obtuvieron el óleo litúrgico y pagano, aquel que utilizaron sus antepasados para ungir y embellecer.
Son también los que además, con la notable sabiduría legada para saber el tiempo preciso de cuándo se ha de recolectar el fruto del olivo para elaborar el afamado aceite que mesoneros, damas, nobles, clérigos y viajantes les demandan para alumbrar, sanar, embellecer y alimentar.
Otros comerciarán con él y así lo llevarán desde los territorios de La Mancha hasta las lejanas Américas, donde llega en buen estado para cumplir con la explícita solicitud del virrey del Perú, oriundo de estas tierras olivareras, de ahí que Pedro, cada año vaya dejando para otros el cultivo de la vid y desarrolle el del olivar y los cereales.
Pedro Molinero es un hombre inquieto a quien le gusta saber y experimentar y por eso, cualquiera que haya viajado a las Américas y pase por su hacienda, mientras Eva, su mujer, atiende en la mesa con buenas viandas y exquisitos guisos de la tierra a los transeúntes, comerciantes, arrieros, chalanes, trajineros y pineros serranos; él, les sirve una gran jarra de vino tinto de la tierra para, a continuación, hacerles siempre la misma pregunta:
—¿Qué? ¿Qué hay allende los mares?
Las respuestas son tan dispares como los personajes que le contestan, prometiendo a quienes allí arriben extraordinarias riquezas, hablándoles de animales fabulosos y plantas jamás vistas, entre hombres que corretean casi desnudos por las costas unas veces afables y otras aguerridos, aún por cristianizar; mas José Molinero sabe cribar todo cuanto llega a sus oídos y, entre una y otra información desmedida, se va formando la suya propia, eso sí, sofisticado por los misterios que guardarían aquellas extrañas tierras conocidas como el Nuevo Mundo.
Con su gran generosidad, mientras comen y beben, entre el constante revoloteo de sus seis hijos aún pequeños, les narra la historia que le contó su abuelo, y a éste el suyo, y así sucesivamente hasta llegar a una época remota en el tiempo en el que los dioses y los humanos mantenían entre ellos idilios y refriegas.
—Os cuento esta historia para que la difundáis por esas nuevas tierras, y para que sepan apreciar este producto divino, fruto de un árbol sagrado, que, junto con el vino, nos regalan los dioses.
Posicionado en un lugar de privilegio, y los niños sentados junto a él, embobados, donde todos pudieran verlo comenzaba con su voz poderosa y potente:
—Siendo yo un niño me contó mi abuelo que le narraron sus antepasados una historia sobre el origen del olivo, asegurando que fue Heracles, hijo de Zeus, quien hincó su vara en las tierras de la Orospeda y a ésta no tardaron en crecerle hojas de olivo durante varios días, pero esto no queda ahí, pues a continuación me dijo que otra historia le llegó a sus oídos escrita por Píndaro, que fue el mejor poeta de los sabios antiguos, quien contaba cómo Etolio, obedeciendo las antiguas leyes de Heracles, trenzó la plateada rama del olivo en la frente del héroe, entre sus rizos, dándole la magnificencia que merecía.
La mesa donde se apoyaba se balanceaba a cada impulso de voz y los cuencos de barro bailaban como asustadizas viejecitas entre las risas de los niños, más él, absorto en la narración, continuaba:
—Por Creta narraban los poetas que cuando Zeus buscaba un dios para gobernar Ática, donde debería situarse la Acrópolis, organizó un gran concurso entre ellos. Ganaría el dios que ofreciera a la humanidad el regalo de más valor. Poseidón golpeó una roca con su tridente y apareció un fuerte caballo al galope, relinchando y levantando sus patas delanteras, capaz de recorrer grandes distancias con gente sobre su lomo, capaz también de ganar batallas portando valientes guerreros y tirando de pesados carros. Aun así, ganó Atenea, porque había creado el árbol del olivo. Fuera como fuese, mis queridos comensales, yo os aseguro que si no existiera este bendito árbol habría que crearlo, pues el hombre caería en la pobreza y en la enfermedad sin él, y vosotros los comerciantes lo sabéis bien.
—En verdad —contestó uno de ellos—, este árbol es sagrado y da vida a quien lo cultiva, su tronco rugoso mana de la Madre Tierra hasta engordar sus frutos entre plateadas ramas que reposaron en las testas de los héroes y emperadores victoriosos, y que nos fue legado para bien de los humanos.
—¡Ja, ja, ja, así es, que en ningún otro sitio mejor que aquí, en las tierras del Espíritu Santo podría criarse y dar sus frutos! —remata José Molinero pidiendo unos aplausos, que le son generosamente concedidos.
Los comensales que ultiman la jarra del vino asienten, cogen un puñado de aceitunas negras del plato que saca Eva y brindan alegremente con él.
La cuadrilla de segureños de Valdemarín, tras pasar la noche en tan acogedora hacienda, transportará junto a las maderas, en carretas, cientos de arrobas del mejor aceite. Unas irán camino a la sierra para que el portugués y el Concejo de la Villa se surtan y lo distribuyan, y otra partida para las Américas, a la hacienda del virrey del Perú.
Tanta fama tomará el producto, ya de mucho consumo por aquellos tiempos que, en vez de aceite, se le llamará en algunas regiones del Perú «Spiritu Santo», utilizado en aquella parte del mundo como medicina, ungüento y naturalmente como aliño culinario.
Se dice también de un barco bautizado con el nombre de la hacienda en honor del preciado líquido que en ella se elabora, el «Espíritu Santo», que fue hundido en el Caribe por piratas ingleses en uno de sus viajes de regreso a la Península.
Al igual que este navío, muchos de aquellos hombres que partieron ya no volverán, sucumbirán encandilados por la luz de Sevilla con el pálpito de la aventura y el brillo del oro en sus ojos hacia las Indias, con la promesa de que volverán algún día a su tierra, porque ésta les sujeta mucho.
Y con la suficiente esperanza en acumular tantas riquezas como para enviarles un mensaje a sus mujeres, a sus madres, hijos y padres, según el caso, decidieron partir como los gruesos y alargados maderos de laricios que transportó el río, para nunca volver.