Cada mañana, desde que tenía memoria, iniciaba el día en ayunas tomando aceite de olivo y el jugo de tres limones. La sensación de fuerza, alivio y bienestar que le producía a Horacio ese hábito, fue inculcado a muy temprana edad por su madre desde la etapa de ablactación. Apenas cuando cumplió los seis meses de edad lo inició en ese saludable hábito. Esa pequeña boquita, que solamente había experimentado el sabor de la leche materna, ahora degustaba, para abrir bocado en el día, una tercera parte de una cucharadita del dorado aceite, con tres gotitas ácidas del cítrico. Así una vez pasados unos minutos le ofrecía sus papillas y algunos otros alimentos sólidos.
—A ver, tómate tu aceite. ¡Eso, bebito! Ahora el trago amargo. ¡Un, dos y tres gotitas de limón! ¡Qué cómica tu carita, pequeñín, te hará muy bien!
La madre lo aupaba cariñosamente para que cuidara siempre de su salud. Tal vez quería que no tuviera el mismo terrible final que su padre. Trágicamente, aquello que más tememos se convierte en realidad. Como esa maldición que persigue a quien se deja sentenciar por el destino. Porque el miedo hace travesuras en la cabeza de quien le da fuerza. Así cada día la madre lo bañaba, lo peinaba, lo vestía. Era una rutina que a ella le encantaba, como si estuviera jugando a las muñecas, desde la noche anterior le preparaba su ropita que combinaba perfectamente y que olía espléndidamente a jabón de pasta impregnado por el sol. Cada día por la tarde, a la hora de la salida del colegio, la madre lo debería de encontrar limpito y también si iba a jugar al parque. Todo eso hacía sentir culpable a Horacio cuando se manchaba por accidente o cuando sus rodillas quedaban coloreadas de arcilla, porque Griselda se encargaba de echarle en cara todo el trabajo que tenía que hacer por él, por mantenerlo, por criarlo sola. Horacio empezó a protestar cuando su vello púbico y axilar hizo su aparición estelar, como una franca barrera entre la madre y el hijo:
—¡Madre, no vas a entrar conmigo al baño! ¿No ves que ya tengo pelos en las bolas? ¡Para, por favor, que yo puedo bañarme solo!
Griselda se quedaba esperando afuera del baño con las toallas limpias. A estas alturas de su vida, ella ya no era su madre sino la fiel dama de compañía de esa bestia peluda, que ella había secundado, mas no educado. Le proveía de todo: casa, comida y sustento. Sí, de todo lo importante, mas no de lo fundamental.
Cuando a él le exasperaba todo lo que su madre hacía, trataba de recordar momentos agradables con ella en su infancia. Sin embargo, siempre aparecía la mano rugosa, grande y bondadosa de su padre:
—A ver, agárrate fuerte: ¡uno, dos, tres, palomita! —le decían mamá y papá en sus recuerdos, coreando el sonsonete y haciendo volar sus pies por los aires al jalar hacia arriba sus pequeños brazos. Claro que solo tenía tres años, pero él se acordaba perfecto de cada una de las escenas en donde convivían los tres. De hecho, en ese entonces, su mamá le alentaba a hacer más cosas por su cuenta y él sentía que podía tomar más decisiones propias.
Rememoraba también el tiempo en el que estuvo su abuela viviendo con ellos. Ella enumeraba la única cuenta de tres que obedecía sin chistar. Cuando su abuela Valentina decía “te doy tres” para hacer tal o cual cosa, nunca pasaba del “dos”, cuando ya Horacio se movía rápidamente para atender cada una de sus órdenes y avisos. Recordaba claramente el día que se dio cuenta que alguien sí sabía establecer límites a sus berrinches en la casa. Fue la semana en la que ya no encontró más a su papá. La abuela se fue a vivir con ellos durante tres meses. Un día que él escupió al plato la comida que ya no quería, la abuela le dijo:
—Te doy tres para que recojas eso que vomitaste y te lo tragues: ¡uno, dos, tres!
El niño no lo comió y además golpeó el plato tan fuerte que salió volando una gran porción de arroz, los chícharos con zanahoria, la carne caldosa en picadillo y la ensalada con aderezo, sobre la cabeza de la abuela. La señora se levantó de una pieza y puso una cara que nunca olvidará Horacio. Era una especie de dignidad, aplomo, seguridad y mando que no había visto en su madre. No le dijo nada, solo limpió todo y lo llevó de la mano a su habitación sin jalonearlo ni hacerle caras. Ese día no salió a jugar, lo puso a hacer sus deberes y en la noche, durante la cena, bebió solo un té de manzanilla sin miel. A la mañana siguiente tampoco le dio de desayunar, solo té, pero ahora con un poco de miel y lo mandó sin lunch a la escuela con una nota:
—Por favor, profesora, que no coma nada porque ha estado indispuesto el niño. Si es necesario vamos por él antes de la salida.
Ese día durante de la comida le volvió a dar exactamente el mismo menú en porción infantil, solo que ahora Horacio se lo devoró, dio las gracias y nunca más volvió a hacer una escenita.
Esos fueron los peores meses para Griselda. Sentía que su vida se había fragmentado por la ausencia de su marido y ahora lo más preciado que ella poseía, su hijo, era víctima de su madre. Lo que no sabía Griselda era que Valentina siempre le hablaba a Horacio con una fuerza cariñosa, propia de las personas que no cargan culpas. La abuela se había forjado sola desde pequeña, vivió atendiendo y cuidando a sus tres hermanos porque su madre vendía pan en el mercado para poder comer. Ella, en un principio, fungió como madre, pero poco a poco impulsó a cada hermano para que se hiciera cargo de su propia vida. Observó cómo iban partiendo uno a uno sus hermanos y se despedían de casa de su madre para hacer su propio camino. Siempre vio la vida con bastante sentido práctico sin hacerse muchos nudos mentales. No se cuestionaba mucho, solo ayudaba a su madre y fomentaba que sus hermanos también se involucraran en las tareas del hogar. Enfrentaba cada día tal cual como venía y, por lo mismo, tampoco entraba en argumentaciones con sus hermanos cuando la bombardeaban de preguntas. Solo les contestaba:
—¡A callar! Les doy tres para que lo hagan. ¡Uno, dos…!
Antes de llegar al tres todos la obedecían, sabían que habría consecuencias. Valentina no era partidaria ni del abuso, ni de la flojera, ni de lamentaciones. Y ella se medía a sí misma con la misma vara con la que los medía a ellos.
Ahora le preocupaba su hija porque siempre estaba afligida. Desde que Horacio andaba de novio de Nik todo estaba de cabeza.
—¿Qué pasa hija? —dijo Valentina.
—Ya no sé si va a la escuela —contestó Griselda llevándose las manos a la cara y sollozando continuó:
—Siempre llegaba con aliento alcohólico, a cualquier hora del día. Ya no me decía nada, todo el tiempo estaba con la computadora o con el celular, chateando o hablando con esa tal Nik —lo decía alargando fastidiosamente las tres letras de su nombre—. No sé si es un él o una ella, eso me da igual, son solo tres letras retorcidas que han destrozado la vida de mi hijo —rompió en llanto.
—¿De qué sirve todo eso que me dices de Horacio? ¡Ya no lo excuses! Nadie destroza la vida de nadie—, contestó Valentina enérgicamente. —A ver, ¿qué más pasa? ¿Dónde anda ahora el muchacho? —preguntó la abuela.
—Hace una semana que no viene, por eso te llamé. Contestó Griselda ahogada con sus propios sollozos.
De pronto sonó el teléfono:
—¡Ya voy, voy, voy! —dijo Valentina. Lo dejó sonar mientras que sus cansados pies caminaban arrastrándose con dificultad.
—¿Diga? Sí, aquí es, sí, sí, sí… salimos al hospital. Agarró su bolso y se tomó del brazo de la hija.
—¡Vamos, está en urgencias aquí en Xoco! —dijo la abuela sin expresar alguna sorpresa.
—¿Quién, mi hijo? —la madre no acababa de entender lo que pasaba y la paralizaba el temor. Pareciera que en lugar de ayudarle a la anciana fuera una plomada que impedía su andar, Griselda estaba absorta en su auto conmiseración.
—¡Ándale! —la espabiló la abuela.
Como vivían en Coyoacán, llegaron rápidamente a ese hospital público. Ahí les informaron que lo reportaron de un bar a espaldas de la Iglesia de Santo Domingo de Guzmán al lado de la Alcaldía. Había convulsionado y una ambulancia lo trasladó en estado crítico. Mas no iba solo, una mujer de cabello muy oscuro y exageradamente largo, lo sujetaba cuidadosamente del brazo, como si fuera alguien que se hubiera determinado a acompañarlo hasta que estuviera en buenas manos. Cuando en el Ministerio Público quisieron que ella declarara, ya se había desvanecido, simplemente desapareció. Entre las pertenencias de Horacio: un pantalón, calzones, su camiseta y la chamarra, encontraron una libreta con el número telefónico de casa. Cuando entregaron la ropa del chico a Griselda, la abrazó cuidadosamente, como si entre los tejidos se encontraran fragmentos diminutos del cuerpo disuelto de su hijo y continuó con su mar de lágrimas. La abuela recibió la libreta, inmediatamente la abrió en una de las primeras páginas y leyó lo que dejó escrito Horacio:
“Nik, eres esa entrañable pulsión que está adherida a los latidos de mi sangre, el anhelo que edifica una idea”. La abuela cerró la libreta disgustada.
—¿Una idea? ¡Un idiota está mi nieto!—. Volvió a abrirla al quedarse sola porque la trabajadora social ya se había llevado a la madre de Horacio para darle informes.
“Siento la brisa de la plaza y el brillo de sus baldosas, los arcos me envuelven en una suave sombra. Nadie se imagina al verme que he bebido tequila como agua, los he engañado a todos, incluso al recuerdo de Nik. Me he burlado de todos y en realidad a nadie le importo, solo a mi madre y al aceite de olivo de la mañana: ¡1, 2, 3 limones! ¡1, 2, 3 cucharadas deliciosas! Siempre constante ahí, cuidando mi salud para que mi hígado sea más fuerte. Qué ironía, así mi víscera tolera más chupe. Me enternece en lo profundo que mi madre siempre me cuide tanto y yo finjo que no me importa nada… ¡soy un cabrón! Lo sé y no sé cómo cambiar. Quisiera llorar como ella, quisiera que con mis lágrimas se ahogaran todas las expectativas que la gente me ha aventado como si yo fuera su costal. Me hacen cargar lo que ellos nunca serán y quieren que yo lo sea. ¡Cómo pesa lo que no viene de uno mismo! Odio el mundo que todos crean a mis costillas. Voy a hundirme en alcohol para luego flotar sobre mis preocupaciones. Flotar como cuando fui con mi papá a Acapulco y no temía nada en el mundo. Él me sostenía con sus grandes brazos y luego me aventaba a las olas: “¡1, 2, 3, vamos campeón, tu puedes salir solito!”, decía con fuerza para luego volverme a rescatar del fondo”.
Valentina ya ni alcazaba a ver a su hija entre el gentío, era viernes de quincena por la noche y en la sala de espera había a su lado una mujer con una herida expuesta, un niño con una fractura de pie, una pandilla de jóvenes golpeados haciendo fila para pasar al Ministerio Público y declarar; un señor acuchillado, con vendajes improvisados para contener la sangre; un atropellado acostado en camilla. Solamente eso oteaba alrededor: dolor, confusión y ansia por ser atendido. La visión de golpe era la de un hospital en guerra civil. La abuela decidió salir e ir al centro de Coyoacán a preguntar al bar en donde dijeron que lo encontraron. Pausadamente fue caminando entre la muchedumbre para llegar a Avenida Cuauhtémoc y tomar un taxi. En el bar pidió hablar con la persona que vio toda la escena, fue quien describió:
—Observé claramente lo que sucedía porque pensé que su nieto se iba sin pagar. Verá, se levantó con dificultad, se veía claramente que ya se le habían pasado las copas, golpeó fuertemente la mesa mientras decía: “Les doy tres para que me traigan un florero ¿O qué, no merezco flores? ¡Uno, dos, tres!” Al dar el tercer golpe no le atinó a la mesa, cayó y no sé si del golpe, del enojo o por estar tan bebido, empezó a convulsionar. Aquí en la plaza siempre hay ambulancias a toda hora, así que rápidamente lo llevaron a Xoco. Cuando lo subieron al vehículo, alcancé a ver a una mujer que lo abrazaba cariñosamente, vestía ropa negra brillante, tan delgada que ondulaba con el viento y tenía cabello largo, muy largo. Ella se metió también. Me pareció extraño porque, según yo, estuvo todo el tiempo hablando solo. ¡Ah! Otra cosa rarísima fue que cuando cerraron las puertas traseras de la ambulancia el cabello de la chica seguía afuera y lo vi ondeando como bandera por la calle cuando avanzaron con velocidad. Los paramédicos ni cuenta se dieron porque todo lo hacían rápido y con buen ritmo: ¡uno, dos, tres! Lo reanimaron, ¡uno, dos, tres! Lo subieron a la camilla, ¡uno, dos, tres! Ya estaba adentro de la ambulancia.
La abuela dio las gracias y el mesero la tomó gentilmente del brazo para pedirle otro taxi de regreso al hospital. Entonces abrió la libreta y en el camino echó un vistazo a la parte final:
“Esta vida a todos nos saca grietas, tal vez para que encontremos el centro y nos dejemos de máscaras, o tal vez para que de ahí salga lo que en verdad somos. En mi escuela nadie entiende eso que siento, todos son multitud. ¿Es que acaso el tumulto tiene corazón? Las conversaciones de mis cuates se han enajenado de telenovelas, de series de Netflix, de noticieros tendenciosos. Con quien quiero estar ya no quiere vivir de tardes en la plaza, ni de cantos de pájaros. Todo es ruido estridente, sonora saturación. ¿Yo quién soy? ¡Eso! Solo replico el grito agobiado de la sociedad, que satura a la misma tierra que la sostiene de plástico y productos que ya no puede degradar fácilmente. Me escalda el gusto y la apetencia se queda hastiada de chicas falsas que se han deformado para poder gustar y encajar en un estándar de belleza. Mis amigos se suicidan silenciosamente, absortos en frivolidades y huyen de lo que palpita adentro. Estoy cansado y muy muy muy triste. Dicen que en la tristeza está el lado oscuro del amor. ¡Yo no lo creo! ¡Yo lo sufro! ¡Te reto, Sombra Oscura del Amor! Ayúdame en algo, abrázame y disuélvelo todo, incluso a mí. Que sea solo esa suavidad arraigada a la tierra la que me sostenga y me cuide. Te lo repito todo tres veces, como mi abuela lo hace cuando me reta, para que así sea. Rechazo a la tristeza que succiona todo a su paso. Esa que es como melaza insípida que se adhiere a mi ropa, a mi cama y que inmoviliza mi ánimo. Nada tiene que ver con el dorado aceite de olivo que mi madre me daba, y con las bellas flores…”
Hasta ahí se acababa el texto:
—Fue seguramente cuando volteó a ver que él no tenía florero —supuso la abuela.
Cuando llegó al hospital, Griselda estaba esperando a que le entregaran a su hijo. Al verlo vivo y ya repuesto, lo abrazó y besó en cada una de las mejillas y en la frente: ¡uno, dos y tres besos efusivos y amorosos! La abuela, en cambio, lo vio con una comprensión compasiva, desconocida para ella. Toda su forma de ser práctica y sin rodeos fue tocada por ese joven.
—¿Será que sirva de algo tanto pensar? —pensó, y muy dentro también se permitió sentir.
Se fueron los tres al hogar. Tal vez esa triada de emociones, pensamiento y sentido práctico pudieran formar juntos una familia. En el camino la abuela pidió que el taxista se detuviera en la florería—. Tres flores, por favor, para ponerlas de centro de mesa —se las imaginó radiantes en la sala.
Valentina conformó un buqué en la que se reflejaba esa tercia familiar: una rosa blanca y sensible sin espinas, una gardenia de invisible pero penetrante aroma y un clavel rojo, firme y radiante. Cuando se las entregaron ella contó satisfecha:
—Perfecto: ¡uno, dos tres!