Tres décadas después recorría de nuevo aquellos olivares de verde y plata guardianes sempiternos de lomas y valles. Hubo un tiempo en que toda aquella comarca la conoció con exactitud. Con la exactitud que el amante conoce la piel de su amado, pero ahora era diferente. A Miguel le costó encontrar algún ensanche donde aparcar su flamante BMW y orientarse para dar con el sendero que le conduciría hasta el cortijo de la familia Reina. Todas las tierras que se abarcaran con la vista, con sierra Mágina al fondo, pertenecieron un día a la familia Reina.
Miguel era un hombre que había pasado los cincuenta. De cierta estatura, espaldas anchas y delgado. Su cabello algo largo (le daba un aspecto moderno) era aún oscuro. Tenía un rostro de facciones bonitas y angulosas, como trazadas con tiralíneas de ángel. Tardó un poco en ubicarse. Un viento frío cortante como un cuchillo le trajo el ruido de vibradoras con las que un tajo cercano vareaba olivos y de paso los recuerdos de cuando él lo hacía. Después de caminar un rato localizó el sendero de grava y cipreses que le llevaría al cortijo de los Reina. Adentrándose en él miraba los olivos cercanos con su fruto turgente de piel lisa y verde. Miguel siendo joven trabajó en aquellos olivares y llegó a ser la mano derecha del capataz, pero a pesar de tener asegurados jornales todo el año en sus campos, siempre quiso estudiar. Miguel tenía grabado en su mente el consejo de su madre, de rostro cuarteado por el frío y el sol, cuando siendo pequeño le decía: «Aprende a vivir del trabajo de tus manos y de tu sudor; te mantendrán con los pies en la tierra, pero no olvides que sólo los libros te darán alas para volar». Miguel aprendió todas las lecciones que podía enseñarle el maestro del pueblo, hasta que un buen día, este, con sinceridad, le dijo: «Hijo, yo no te puedo enseñar más, el siguiente paso es la prueba de acceso a la universidad», pero ¿para qué? se preguntaban en el pueblo todos los que conocían a Miguel (huérfano desde muy joven). Trabajo a las órdenes del capataz y el señor Reina no le faltaría en la vida.
Después de un kilómetro por el sendero cuidando de no mancharse los zapatos de barro llegó hasta el cortijo, pero era notorio que estaba abandonado. Se había convertido en un mero lugar donde guardar aperos y maquinara agrícola. La gran lonja de baldosas rojas y blancas a la entrada seguía intacta y pasó la mano por la enorme mesa de piedra que estaba en el centro. El tacto rugoso de la superficie le despertó la memoria. Comenzó a recordar cuando el señor y la señora Reina (con sus dos hijas, María de 24 años y Teresa de 18, por entonces) desayunaban en aquella mesa. Entrecerró los ojos y vio al señor Reina (como si lo tuviera delante) vertiendo con ceremonia aceite de primera extracción sobre un pan ojoso recién horneado diciéndole a sus hijas con cara de circunstancias: “Este desayuno molinero es un manjar”.
—Hola —dijo el señor Reina al ver a Miguel—. Por favor, ahora cuando regreses al tajo dale al capataz estos sobres.
Miguel agachó la cabeza en señal de respeto. Imaginaba que esos sobres contendrían el dinero de los jornales de toda la semana. Una prueba de la confianza que el capataz depositaba en el chico y que el señor Reina refrendaba. Guardó los sobres en un bolsillo interior del abrigo raído y se despidió.
—¿Quién es ese? —preguntó María a Teresa, dándole un discreto codazo.
Teresa encogió el cuello y la madre respondió por ella.
—Ese joven es Miguel, la mano derecha del capataz.
La madre pasó por alto el poco disimulo con que María se había interesado por aquel joven y añadió:
—Antes del mediodía vendrá la familia de Carlos. No estaría de más que fuéramos organizando esto un poco.
La señora Reina había invitado a la familia Guzmán (el señor y la señora Guzmán y su hijo Carlos) al cortijo a pasar las Navidades. Una manera elegante de formalizar el noviazgo entre Carlos y María. Carlos estudiaba ingeniería y María, Medicina, y los dos estaban a punto de terminar los estudios. El siguiente paso, a no tardar, sería la boda. «Un ingeniero y una médica, qué mezcla tan interesante», solía decir el Señor Reina al señor Guzmán cuando brindaban con vino durante aquellos días.
Durante aquellas vacaciones de Navidad casi todos los días Miguel se presentaba en el cortijo. Procuraba enjugarse el sudor de la frente para dar un aspecto más presentable y disimular el cansancio tras horas trabajando en la recolección de la aceituna y daba los buenos días estirándose las mangas de la camisa de franela a cuadros a todo aquel con el que se cruzara por allí. Hacía las veces de correo entre el capataz y el señor Reina. Miguel procuraba explicar con detalle cómo se estaba desarrollando la campaña de la recogida de aceituna, a qué ritmo, si había contratiempos o si los jornaleros necesitaban algo. Después, el señor Reina le invitaba a un café en aquella mole de piedra que hacía de mesa en la lonja y que él siempre rechazaba (siguiendo los consejos del capataz), pero cuando era María quien se lo ofrecía le costaba más no aceptarlo. Le parecía demasiado descortés.
Teresa observaba con interés entomológico a Miguel. Bien parecido, de ademanes enérgicos pero suaves y habla educada, pero sobre todo se sorprendía por su hermana, aunque su prometido Carlos estuviera allí, era el propio Miguel quién tenía que dar por zanjados aquellos cafés de media mañana.
—Disculpe, pero debería marcharme —decía dejando flotar una sonrisa en lo labios— o de lo contrario el capataz y su padre me regañarán.
—Mi padre marcha a Madrid y mi madre quiere que vayamos a Úbeda de compras, pero me duele la cabeza y no me apetece conducir ¿sería tan amable de llevarnos? —rogó con palabras de miel María.
A la señora Reina (a pesar de todo) le pareció buena idea. La familia de Carlos ese día también se ausentaría para visitar a unos familiares y no se fiaba de que condujera María. Decía que le gustaba pisar demasiado el acelerador y que por eso se mareaba con ella al volante.
Miguel pidió permiso al capataz y él (sin más remedio) aceptó. En aquellos días de cielos despejados, frío y sol, Miguel dejaba el tajo para llevar a la señora Reina y sus hijas a la ciudad de compras. Pasearían por el centro del pueblo, mirando escaparates y entrando en las tiendas. Lo hacían de manera muy metódica, sin dejar una sola sin ver. Él, a prudente distancia, las seguía y cuando entraban en alguna tienda se quedaba en la calle y se liaba un pitillo. A veces, mientras la señora Reina y Teresa estaban probándose ropa, él y María aguardaban en la plaza de los soportales y en otras ocasiones era la madre, un poco cansada, quien se quedaba en la calle.
—Fíjate —decía la madre a Miguel, de manera distraída—. Hermanas y tan diferentes una de otra. María alta y morena. Teresa de cabello claro y más baja.
Miguel asentía para aparentar interés y dar pie a conversación. Debía mostrarse simpático. Al fin y al cabo, trabajaba para ellos.
A Miguel acompañar a la señora Reina y sus hijas de compras estando en plena campaña de recogida de la aceituna le incomodaba. El resto de jornaleros y su capataz arrastrando fardos laderas abajo, cargando espuertas y sacos de aceituna, vareando sin pausa y él como un señorito tomando café y paseando con las manos en los bolsillos.
María estudiaba Medicina. Ese año acabaría la carrera y su padre ya le tenía preparada una consulta de cardiología —explicaba la madre a Miguel mientras esperaban—. Antes se formaría (claro está) para uno de los cardiólogos más afamados del país, amigo de la familia, y cuando adquiriera experiencia se establecería por su cuenta.
La conversación entre la señora y Miguel, como los rayos del sol en un cielo nublado, se interrumpía cuando las hijas salían de la tienda y se reanudaba cuando entraban a otra.
—A María la suerte se pone de su parte siempre —afirmó la madre—. Es la más guapa. También la más inteligente de la dos. Tiene un montón de hombres rendidos a sus pies. Es brillante en los estudios, pero…
Miguel intentaba mostrar normalidad, pero escuchaba sorprendido aquellas revelaciones (por lo que él sabía la señora Reina a lo más que daba con la gente era saludar de manera fría).
—¿Pero…? —repitió animando a que siguiera la señora Reina.
—No sé, tiene tendencia a no saber aprovechar las cosas, como si le gustara complicarse la vida —decía mirando fijamente a los ojos de Miguel—. Quizás en el fondo sea como yo. En cambio, su hermana Teresa sabe aprovechar cualquier soplo de aire a su favor, como los buenos marineros. Se parece a su padre.
Miguel la miraba en silencio.
—Nos ha dicho el capataz que además de ser trabajador eres buen estudiante y que te encanta la lectura. María, cuando se case dentro de poco, tendrá que dejarnos en casa un montón de libros que no podrá llevarse a su nuevo hogar. Si quieres, algunos de ellos te los podemos dar cuando demos una vuelta por la finca.
Miguel se sentía obligado a hablar de sí mismo, después de la (fingida o no) espontaneidad de la señora Reina.
—Mi madre era analfabeta, yo tendría seis o siete años y le enseñé a leer, imagínese de qué manera —se arrancó a hablar—. Fue, me dijo la pobre, después de mí, su mayor satisfacción en la vida. El poder leer. Lástima que poco pudo disfrutar de la lectura. Al poco unas fiebres se la llevaron al cielo.
Miguel le contó que su sueño sería poder ir algún día a la universidad. Pero que también le gustaba el campo, al fin y al cabo, había crecido entre olivos y que probablemente aquel sería su lugar en el mundo. En algún lugar estaría eso escrito y él no se sentía con ánimos para cambiarlo. Desde pequeño se había criado ligado a la naturaleza. Con los amigos, después del colegio, iban al río y se divertían cazando ranas y sapos y pescaban truchas. Corrían libres entre terrones subiendo oteros y bajando por pendientes de vértigo. Pero —añadía— los libros siempre le habían dado algo más. Un algo que no encontraba en ninguna otra cosa. Una especie de perspectiva cenital de la vida y de las cosas que sus amigos eran incapaces de entender.
Cuando regresó a la finca el señor Reina venía contento de Madrid. Decía haber cerrado varios negocios y entre ellos la venta en exclusiva de toda la cosecha de aceituna de ese año a unos italianos a un precio (según él) inmejorable. La envidia del resto de terratenientes, decía ufano.
—Carlos, para la venta de la cosecha del año que viene, vendrás conmigo. Ya serás entonces uno más de la familia y deberás aprender a manejarte en estos asuntos. Mañana —decía dándole palmadas efusivas en el hombro— iremos de caza, así mataremos el tiempo.
El día de caza se levantó gris y frío y el capataz no recibió con agrado la noticia de que Miguel no iría al tajo otra vez para acompañarles.
Miguel oteaba allá donde la vegetación era más densa y albergaría más probabilidad de caza. Cargaba con una pesada mochila llena de cartuchos y una escopeta de repuesto, pero a pesar de eso era quien caminaba más rápido de los cuatro. Les adelantaba y regresaba con ellos una y otra vez, pero prefería caminar por detrás del señor Reina, el señor Guzmán y su hijo Carlos. Se sentía más cómodo estando fuera del alance de sus miradas. Observándolos a sus espaldas los veía de una manera diferente a como cuando trataba con ellos en el cortijo. En mitad de la naturaleza, los veía desprovistos de esa peana imaginaria que el dinero (y la necesidad) colocaba la gente humilde bajo sus pies. Miguel se fijaba en Carlos, el prometido de María. Sus andares eran desgarbados y no se le veía demasiado tino con la escopeta, pero eso no le hacía que hablase de la caza como si no fuera un entendido ni con menos aplomo que el señor Reina, un cazador mucho más avezado. Cruzó algunas miradas con él, pero siempre que eso ocurría desviaba la suya a cualquier otra parte, haciendo innecesario que Carlos se la siguiera sosteniendo con suficiencia. Después de un par de horas por laderas y escarpes, Miguel dio con lo que sería un buen puesto de caza.
—Señores —advirtió Miguel— entre el río que va por allí abajo y estos pinares podrán dar cuenta de perdices rojas y con suerte de alguna codorniz. Si guardan silencio seguro que cazan.
Y después, llevándose aparte al señor Reina, dijo:
—Ayer, como usted sabrá, llevé a su señora y a sus hijas de compras. No hice nada más en todo el día y no quiero que se enfade el capataz conmigo —dijo con gesto de preocupación—. Si no le importa me gustaría regresar al tajo.
El señor Reina asintió y Miguel marchó adonde estaban cogiendo la aceituna. El capataz lo recibió con una mirada acerada. Aunque obedeciera órdenes, para él era como si hubiera estado ocioso. Miguel cogió la vara de madera y comenzó a sacudir con maestría y energía los olivos para que descargaran el preciado fruto que encerraba oro líquido. En uno de los vareos, una aceituna voló impactando en el ojo de Miguel. Un grito de dolor hizo que todo el mundo se paralizara. Miguel se dejó caer de rodillas y lamentándose lanzaba improperios al cielo con las manos tapándose la cara.
El capataz, viendo su ojo ensangrentado, lo llevó preocupado al cortijo. Quizás allí el señor Reina les dejara algún automóvil con el que ir hasta Úbeda donde pudieran atenderlo bien. La señora Reina nada más ver el rostro de Miguel se alarmó llevándose las manos a la cabeza, pero María con serenidad revisó la herida. Cogió de la mano a Miguel y lo acompañó hasta el interior de la casa y en el aseo le hizo sentar sobre la tapa del inodoro.
—Déjame que te vea —dijo con voz dulce para calmarlo—. No te preocupes. No te vas a quedar tuerto, sería una lástima con esos ojos tan bonitos que tienes. Qué verde más intenso —murmuró María.
Después en el salón dijo:
—Mamá hay que llevarlo al hospital. No es grave, pero conviene no arriesgarse —explicó con rostro serio— cogeré el coche de papá.
Ya en el coche, un mercedes azul marino, mientras iba cubriendo de polvo el sendero de grava y cipreses, María rompió a carcajadas.
—¿Te has asustado? Lo siento —se disculpó María—. No era mi intención. He visto una oportunidad de salir del cortijo. No aguanto más.
Miguel guardó silencio.
—Vaya, nuestro apuesto chico tiene miedo —dijo María.
En Úbeda pararon en un consultorio médico donde certificaron la buena cura que había practicado María y cuando recogían sus cosas de la enfermería, alguien les dijo que afuera les esperaba un joven que se hacía llamar Carlos. Preguntaba por María.
María dijo al enfermero (colocándole un billete en el bolsillo de su bata) que lo condujera a otra sala para que no les viera salir.
Cuando Carlos oyó el rugido de un motor salió fuera rascándose la cabeza entre asombro e ira mientras veía la humareda del tubo de escape del Mercedes azul marino alejándose. De camino a Jaén, pararon en una venta y todas las miradas de los parroquianos se posaron en María, que pidió un wisqui. El camarero buscó la aprobación de quien la acompañaba. —Que sean dos —añadió Miguel.
María rompió a hablar.
—Es curioso —dijo María acariciando la mano de Miguel—, con la bebida se me desata la lengua, pero no mi vida.
Miguel sonrió. Creía que el wisqui se le había subido a la cabeza y sólo pensaba en que al día siguiente, a las ocho de la mañana, debería de estar en el tajo con el capataz y la cuadrilla.
Si no la vida se le desataría a él.
Pero al caer la noche en el hotel supo que ya no llegaría a tiempo al tajo.
Ni podría dar marcha atrás.
Un punto de no retorno.
De madrugada intentó convencerla:
—Regresemos. Diremos que nos mandaron al hospital de Jaén.
María, desnuda sobre la cama, mirando al techo guardaba silencio mientras Miguel, aturdido, contemplaba su silueta de contornos dulces intentado aclararse de cómo habían llegado hasta allí.
Pero lo que nunca olvidó fue qué le pasaba por la cabeza cuando en el cortijo, mientras María le curaba, la besaba.
Al amanecer, María le dijo:
—Te llevaré al cortijo.
Dos horas después, tras un viaje en absoluto silencio, lo dejaba a la entrada del sendero de grava y cipreses.
—Bájate, aún puedes decir que llegas tarde al capataz y a mi padre, adiós Miguel —se despidió María con lágrimas que le acuchillaban el alma mientras se deslizaban por su rostro.
Poco después llegó el señor Reina al cortijo. Quizás ya supieran la noticia. Un coche, un Mercedes azul marino, se había salido en una curva y caído por un barranco.
La fallecida era una joven de Madrid.
El señor Reina, a su manera, estaba acostumbrado a arreglar las cosas.
Y aquello había que arreglarlo como fuera.
Habló con Miguel sin asomo de enfado, entregándole mucho dinero.
El pacto era irse lejos y no regresar.
Miguel dudó. Debería hacer trizas aquel sobre, pero guardaba una nueva vida.
Estudió Económicas y en un guiño del destino acababa de cerrar como gerente la venta de un aceite extraordinario producido allí a un grupo japonés.
Treinta años después el tiempo enterró todo menos el recuerdo de aquella mujer y aquellos olivares.
De verde intenso.