Verde mar

Jaime Sánchez Berjaga

“Por un futuro mejor…”. Eran las últimas palabras que Jairo tenía en su mente de aquella época. Días en los que corría, saltaba, descubría y reía en libertad. Aquellas palabras lo arrastraron a llevarse consigo los pocos enseres que tenía en una pequeña maleta, en la que metió apenas un par de jerséis gordos para el invierno y unos pantalones de pana manidos por el uso, eran sus preferidos, por eso, ya desgastados se había negado a dejarlos en el viejo cortijo cuando su madre lo apremió para que hiciese la maleta.

Con él llevaba también miles de recuerdos. Pese a su corta juventud, pues Jairo apenas contaba con 6 años escasos, había vivido ya multitud de aventuras y vivencias, historias que revivía a diario. Junto con su abuelo, cogido a sus rústicas y ásperas manos, le gustaba pasear todas las tardes por los lindes de la finca hasta subir a la pequeña montaña desde donde se divisaba toda la extensión y llanura del campo de olivos. Desde allí, su abuelo le contaba de qué manera todos esos grandes y fuertes árboles, un día fueron pequeños y débiles, habían sido esas manos tersas y cortadas por el trabajo y los años las que los habían levantado, le contaba cómo esos campos ahora verdes y frondosos en los que lucían olivos fuertes y fértiles, fueron en otro tiempo secarrales llenos de mala hierba y de muerte para transformarse en vida, y es que la finca le había dado la fortaleza a su familia, gracias a ella, contaba el abuelo, habían podido salir adelante en otros tiempos tampoco fáciles, en los que las manos olvidaban el tan consabido camino a la boca.

Aunque Jairo era pequeño y no comprendía muy bien lo que su abuelo le explicaba, le gustaba oír las historias que le contaba, le gustaba imaginarse esa otra vida de la que hablaba su abuelo con la voz partida a veces por la emoción. Historias con veranos interminables arando y rastreando el olivar contando como único compañero con el asfixiante calor, historias de dichas y desdichas acontecidas en torno a un puñado de tierra que había sido su existencia. Historias de fríos inviernos en los que el día amanece antes que el sol, el cual, tímidamente asomaba a sus primeros rayos cuando el abuelo ya llevaba horas cogiendo aceituna, para acompañarlo con su calidad durante la jornada. Podía sentir la emoción en su mirada mientras el abuelo llenaba su tiempo con esas historias, palabras de cuentos que hicieron crecer a Jairo feliz y en libertad, creyendo que un día, sus pequeñas manos ahora, serían las encargadas de darle la luz al valle, de continuar llenando de vivencias esas tierras. Por eso era que Jairo no entendía aquellas palabras de un futuro mejor, para él la palabra futuro era desconocida, lo más parecido que podía imaginarse al futuro eran las horas de espera en el cortijo hasta que su abuelo volviese, le regalase una sonrisa y le contara esta u otra anécdota acaecida durante el día de trabajo.
Recordaba también la primera vez que lo había llevado a la almazara y cómo la promesa hecha el día anterior por el abuelo de llevarlo consigo no le había dejado pegar ojo, y es que aunque ya no contaba con los grandes molinos de piedra que prensaban la aceituna hasta extraer todos los jugos, a Jairo le ilusionaba y fascinaba cómo las complicadas máquinas que se imaginaba en su cabeza realizarían aquel simple y pesado trabajo de otros tiempos.
Fue así como descubrió asombrado que las aceitunas que llegaban del campo corrían alegres por largas cintas donde eran desprovistas de hojas y piedras para pasar a la lavadora, de la cual iban directas a convertirse en la pasta, de la que se separaba el hueso y el orujo a través de complicadas máquinas centrifugadoras, y salía el líquido verdoso y viscoso, tan exquisito en los platos que servía y cocinaba la abuela con tanto amor y esmero.
Con la boca abierta y fascinado por cada uno de los trastos que había descubierto, recordaba cómo llegó a contarle a su madre, atropellándose al hablar por la emoción, lo que había visto. Todo esto es lo que el pequeño Jairo había metido en su maleta junto con sus nimias posesiones en busca de lo que llamaban un futuro mejor, eran éstas las historias que rondaban en su cabeza desde el día que se había alejado de aquel valle, de aquellas montañas, de aquel verde mar de olivos.
Habían pasado ya 30 años desde que su madre decidiera un día dejar todo eso atrás en busca de una nueva vida, una vida mejor, una existencia que no entendiese de inclemencias climatológicas, que no entendiese de aridez de terreno, una nueva etapa en la que el pequeño Jairo creciera sin incertidumbre, una vida nueva que le impulsó a cruzar el charco en busca del sueño americano, donde cambió extensos campos de olivares por altos monstruos de hormigón, amenazando a cada momento su pequeña existencia, en definitiva, una nueva y mejor vida para el pequeño, que él no había pedido vivir.
Así fue creciendo y madurando, convirtiendo sus pequeños molinos en edificios gigantes, fue así como cambió tierra por asfalto, libertad por estrés y vida por muerte. Se adaptó al ritmo de la gran ciudad, esa que prometía un porvenir mejor, para el que metió su infancia, sus historias y aventuras en la pequeña maleta, que, atada por los bordes, le sirvió también para cerrar la etapa de una niñez que tan apresuradamente le habían arrebatado.
Pero como las finas raíces que se agarraban a la tierra de aquellos pequeños olivos de la finca del abuelo, corrían las ideas y recuerdos por la mente del ya adolescente Jairo. Se sujetaban a su cabeza, como aquellas al árido terreno, para cubrir de verde el valle de frondosidad y fértiles hectáreas de cultivo.
—¿Qué es “un futuro mejor”? –se preguntaba. No tenía respuesta para eso, intuía que un futuro mejor sería ponerse un traje a diario, encontrarse con otra gente que como autómatas corrían en busca y captura de 5 minutos de su tiempo, de ese tiempo del que ni ellos mismos eran dueños, sería esa presión diaria por terminar la columna en el periódico, o quizá esos miles de rostros inexpresivos con los que a diario se cruzaba y no le decían nada, tal vez hubieran olvidado sonreír, descubrir que la mayor sensación de soledad es la de estar acompañado por millones de personas y sentirse tan vacío que tus propias palabras resuenen con eco en los pensamientos. Sí, tenía que ser eso.
Los fines de semana, cada vez que su trabajo se lo permitía, escapaba al campo en busca de la calidad de vida que la ciudad no le ofrecía, donde la paz entraba en él por cada uno de sus sentidos, en forma de coloridos y bellos paisajes donde su vista se perdía, verdes que daban vida a colores intensos en primavera, se fundían en tonos ocres y amarillos en otoño, olor a romero y tierra húmeda que impregnaban el aire fresco y limpio, el canto de los pájaros y el sonido del agua del arroyo descendiendo alegremente por la ladera y saltando de piedra en piedra, esa era la calidad de vida que Jairo buscaba y deseaba, le parecía irónico que de lo que habían huido años atrás en busca de sueños, fuera la respuesta a las preguntas presentes, a sus deseos y aspiraciones.
¿Quién dicta las normas? ¿Quién establecía que era mejor? ¿Por qué no existía un futuro en el cortijo? Todas estas preguntas quedaban sin respuesta en la mente de Jairo, volviendo una y otra vez, como las olas del mar que no se cansan de venir a la orilla, para poco a poco ir arrastrando granos de arena, eran recurrentes en su pensamiento, no encajaba las piezas que se amontonaban en su parcela de melancolía, para inundarlo de nostalgia cada vez que estas le asaltaban.
Por eso Jairo, cada mañana antes de ir a la redacción del minúsculo periódico en el que trabajaba, callejeaba caminando hasta el edificio más alto de la ciudad, del cual no vivía lejos, subía las 102 plantas que lo llevaban a su cima, para desde lo alto, como tantas veces agarrado de las trabajadas manos del abuelo había subido a la montaña, a divisar toda la inmensidad, desde aquí veía el mar y contemplaba la gran ciudad, cómo los barcos, pequeñas siluetas en el horizonte, venían cargados de sueños e ilusiones que eran descargados en el puerto, maletas llenas de promesas, anhelos y añoranzas, sueños y prioridades que cambian dando lugar a otras nuevas. Jairo albergaba la esperanza de que el telón que vislumbraba se disipase, borrando la estela de los trasatlánticos poco a poco, para que tras ellos apareciera el mar de olivos que tantas veces había visto mostrarse, rasgando la espesa niebla en la fría mañana de invierno, al calor de la compañía de su abuelo.