Vientos de nostalgia

Miriam Primavera Blanco

Rescato del olvido la alborada de un frío y seco día de noviembre de la década del 20, desde Jaén, mi pueblo: un singular paraíso terrenal en donde la alegría, la pena y la nostalgia, conviven con el extenuante insomnio de los industriales aceiteros y el breve y profundo sueño de los aceituneros, que nada tiene de profético.

Mi nombre es Paula. Recuerdo estar somnolienta al borde de mi lecho, aún poseído de mi cuerpo, pero dispuesto a dejarme partir en el peregrinaje de cada mañana. En la casa permanecen durmiendo mis hermanas menores y el único que está en pie es mi padre, último en acostarse y primero en despertar. Vestida con tres faldas rústicas, calzada con abarcas, pies envueltos en abrigados peales, recorro el corto trecho entre mi casa y los olivares. Mi mente nostálgica dibuja a Palmiro, vareando el follaje olivarero, cual guerrero luchando con su lanza contra un enemigo tan terco como agitado.

En la casa, era mi padre, don Juan Ramón Jurado, quien organizaba todo el trabajo fuera y dentro del hogar. Su mayor preocupación era mantener a sus hijas en estado virginal, única dote que nos aseguraba despertar el interés de algún encumbrado pretendiente. Su palabra era ley, nadie podía discutir lo que él exigía. Viudo, con cuatro hijas, a don Jurado no le quedaba posibilidad de vacilar en sus decisiones. Así las cosas, de pronto me vi convertida en una atractiva adolescente de escasos trece años y papá pensó sin vacilar que era hora de procurarme esposo.

Era injusto que no se me permitiera opinar sobre mi derecho al amor, pero papá pensaba en mi supervivencia, al margen de la fascinación que despierta en toda mujer, un hombre apuesto, aunque rara vez hidalgo. Finalmente opté por guardar silencio, consciente que mi padre no daría la menor señal de aceptar mi opinión. Ahogué un desesperado intento de gritar, pero de mi boca no salió palabra alguna. Lo cierto es que no se trataba solo de aceptar a un hombre por esposo, sino de renunciar a Palmiro.

Crecí con Palmiro, él era mi gran amor desde niños. Una vez, jugando en los olivares nos hicimos la promesa de casarnos cuando grandes. Ya por entonces, Gracia, mi hermana mayor solía aconsejarme: no sueñes Paula, cuando llegue el momento será papá quien elija al hombre que se ha de casar contigo. Yo la miraba incrédula, en un intento de cambiar mi destino, pero el tiempo inexorable confirmó su profecía. Ella fue la primera obligada a casarse contra su voluntad. En aquellos años, ese formalismo era frecuente en el hogar humilde y más acentuado en la familia de posición acomodada.

La noche se poblaba de ojeras y mi ansiedad por contarle mi odisea a Palmiro superaba mi cansancio. Me sentía agotada pero insomne. Las campanas de San Ildefonso rompían el silencio contando las horas de esa tediosa vigilia, hasta que la tenue luz de la alborada, creció e invadió las sombras, arrojando los fantasmas al abismo.

Por la mañana, corrí presurosa a los olivares a cumplir mi jornada de trabajo. Las horas adormecidas parecían detener el tiempo, pero la faena no marca el cierre hasta que no quede un solo vestigio de la lluvia de maná que los olivos ofrecen generosos. Por fin llegó el ansiado descanso y, junto a Palmiro, caminamos por la senda recoleta. Él, preguntó:

—¿Qué os pasa, Paula? —percibiendo mi ansiedad descontrolada.

Le conté, afligida, la decisión tomada por mi padre y ambos permanecimos en silencio buscando una esperanza ausente. De pronto él me sugirió:

—¿No puedes dilatar la fecha de boda hasta que finalice la cosecha?

Guardé un silencio cobarde. Él solo me abrazó sin pronunciar palabra y, luego de un instante, se apartó de mí lentamente. Ambos comprendimos que el adiós estaba cerca. Lloré mi debilidad y mi dolor y comprendí que le arrebaté la esperanza al hombre que más amé en mi vida. La presencia de mi padre, me condenaba y bendecía a la vez. Tenía que perder algo y preferí perder mi amor. Esa misma noche, Palmiro partió con rumbo incierto y hasta pasados los años, no supe más nada de él. Al día siguiente, don Juan Ramón me presentó ante Andrés Coronel, un caballero dueño de una empresa aceitera, quien duplicaba mi edad. Lo cierto es que las niñas casaderas debían ser ofrecidas en matrimonio cuando aún conservaban cierta belleza. El trabajo de aceitunera, cargando capachos repletos de materia prima sobre nuestras cabezas, fortalecía el torso y engrosaba nuestros cuellos, alterando nuestra gracia juvenil.

A partir de mi casamiento pensé que era mi padre quien había cumplido su sueño: la laboriosa aceitunera se había convertido, de la noche a la mañana, en doña Paula Jurado de Coronel, esposa de un exitoso industrial, quien contrataba temporeros nativos o moriscos. Andrés era un buen hombre, pero no ajeno a mi profana falta de amor por él. Era demasiado suspicaz para no intuir que no había día que yo no recordara a Palmiro.

La llegada de mis dos hijos, Ana y Miguel, cambió mi vida y despertó mi amor de madre, para dar paso a la mujer madura, sin nostalgias de amores heréticos, tras el recuerdo flagelante de Palmiro. Mi marido, por su parte, se había transformado en un gran compañero de ruta, a quien yo intentaría amar como él merece. Esto no me daba garantías de que mi dolencia afectiva no tuviera recaídas, pero, al menos, había posibilidad de pensar en la familia, sin pecar con el pensamiento. Dicha circunstancia, no alejaba el peligro de que renazca la curiosidad propia de mi género y traté de imaginar: ¿Qué habrá sido de la vida de Palmiro?, ¿contrajo matrimonio?, ¿tendrá hijos?, ¿cómo será su mujer? ¿Se habrá alistado, tal vez, en algún bando de la guerra civil en ciernes?

Cuando me dejaba invadir por los vientos de nostalgia, volvía al pasado ardiendo en deseos de recorrer ese camino imperturbable que otrora fuera rutina. Al fin, un día insospechado, esa oportunidad se hizo real: mi esposo Andrés, debía viajar a Portugal por negocios y estaría ausente por unos días. Preparé con ansias su maleta y mi corazón comenzó a acelerar sus latidos convirtiendo mi pecho en un campanario. La libertad y la desprotección se asociaban a mis temores. Estaría sin Andrés y mi padre ya era leyenda. Lo primero que se me ocurrió, fue hacer una caminata por entre el mar de olivos, hilvanando un imaginario encuentro con Palmiro.

Esperaría entonces, que el atardecer desalojara los aceituneros de la fronda, para no tener testigos de mi silencio. Temía tal vez, que algún vecino le contase a mi esposo, a su regreso: ¡Ey, don Andrés, vimos a su mujer caminando en soledad en medio de los olivos! Es probable que Andrés tomara la noticia sin sospechas y que mi escapada furtiva, fuera para él solo un paseo, sin la presencia del recuerdo indecoroso de Palmiro.

Cuando la recogida había concluido y la tarde ya pintaba el cielo color naranja, alcé mis dos niños y comencé mi caminata en busca de un “quizá”. Hacía ya tiempo que no recorría los olivares, que no respiraba su esencia, que no viajaba por mi mente la faena de separar las hojas de los frutos, para luego cargarles en canastos y llevarles a pasar por la criba. Hacía una década que no veía a Palmiro, jalando su vara, castigando a los olivos indefensos, y mi escueta figura, a metros de él, observándole extasiada con deseos de colgarme de su cuello y morir en sus brazos. En esta senda, también le conté a mi amor que lo nuestro no tenía futuro, en tanto la amargura, el llanto y mi silencio, transformaron mi rostro y su destino. Siento que estoy haciendo gala de una sorprendente ingratitud, porque tengo una vida acomodada, con un marido que me ama y dos hijos maravillosos que son mi refugio contra mi mente vacilante.

A distancia divisé la silueta de un hombre que se aproximaba. Era alto, delgado, tostado por el sol y me traía el recuerdo de alguien, en otros tiempos, tan cercano como amado. A medida que se aproximaba pude reconocer en él la fisonomía de aquel niño, con rasgos del paso de los años que le caían muy bien. Era Palmiro: su rostro comenzó a dibujar una sonrisa, señal que me había reconocido. Extendió su mano buscando la mía, pero permanecí inmóvil, temiendo despertar de un sueño. El advirtió mi quietud inmanejable y antes que yo reaccionara, acarició los cabellos de mis niños y me pidió con timidez:

—¿Puedo tenerles en mis brazos?

—Claro que puedes —le respondí.

Su rostro se iluminó, pletórico de dicha y comenzó a entremezclar su andar con un intento de baile andaluz, hasta lograr arrancar carcajadas a mis chiquillos. Le pregunté:

—¿Qué ha sido de tu vida durante todo este tiempo?

—Pues no ha sido de lo mejor —me respondió—. Viví diez largos años, no muy lejos de aquí, en Córdoba, donde conseguí un empleo que duraba casi todo el año, tal es el cultivo del trigo, que urge la asistencia del labriego con mayor frecuencia que en los olivares. El terrateniente, poseía una lonja muy extensa, en una falda que acompañaba las vías férreas. La reforma agraria aplicada por la república, le obligó a quedarse con una porción mínima de tierra y repartir el resto entre pequeños propietarios. Las intrigas y los deseos de venganza de los unos y los otros, pusieron en riesgo mi vida y la de todos mis compañeros y entonces opté por volver a Jaén, donde aún reina la calma y, tal vez, la esperanza de un reencuentro. (Fingí no escuchar esa invitación al pecado). Palmiro, sin dejar de bailotear, preguntó:

—¿Cómo debo llamarles?

—Ana y Miguel —le respondí—. Luego llegó mi pregunta obligada:

—¿Tenéis hijos?

—No… —me contestó—, estos son los primeros que tengo, aunque prestados, sonrió. Continuó con un relato que le costaba hilvanar:

—Me casé con Mariana, una mujer excepcional que supo mitigar mis vacíos de amor. Tuvo dos embarazos perdidos, el último acabó con su vida.

—¡Cuánto lo lamento! —le dije conmovida.

—Como verás, yo no tuve tu suerte —continuó diciendo—, desde entonces, hace ya cuatro años, no intenté formar nueva pareja porque, siento que todo lo que toco lo destruyo.

Sus ojos se humedecieron, extendí mi brazo sobre su espalda y caminé junto a él, con mi cabeza posada con placer sobre su hombro. El me miró casi, con temor, y me expresó un último deseo:

—Me agradaría que nos encontrásemos mañana, solos tú y yo.

—¿Pero tú me vais a pedir…? —dije, fingiendo inocencia,

—Nada…, nada…, dejemos que el momento decida por los dos —sentenció.

Me devolvió los niños como si él fuera el padre y yo su niñera. Por mi parte, sin meditarlo, acepté el desafío. Nos despedimos con un pequeño beso en los labios, él giró sobre sus talones y emprendió vacilante su regreso, mientras mis ojos clavados en su nuca, pretendían detener el tiempo y el destino. Volví a casa, cuando la tarde escondía su brillo en el horizonte. Mis hermanas menores me aguardaban impacientes y les relaté mi casual encuentro con Palmiro, sin lujo de detalles, claro. Les informé, además, que al día siguiente daría un paseo, sola con mi amigo. Sin mirarlas en los ojos, les pedí si podían hacerse cargo de los pequeños. Ellas aceptaron a regañadientes, no por los niños sino por mi inocultable infidelidad.

Al día siguiente salí decidida al encuentro de mi hombre, como si hubiera adormecido todo vestigio de sensatez. Me vestí con mis mejores galas, rocié mis orejas y mis manos con mi perfume favorito, recogí mi cabello y adorné mi cuello con un pañuelo de seda, obsequio de Palmiro cuando niña. Al vernos irrumpimos en un fuerte abrazo y no pudimos evitar caer sobre la hierba entrelazados sin dejar de besarnos ni un instante. El amor afloraba más allá de los alientos que se entremezclaban dando rienda suelta a la imaginación. Ambos nos amamos en forma irracional como jamás había ocurrido. Sentimos que tocábamos el cielo con las manos y deseábamos que el mundo detenga su ronda, para eternizar ese momento en el tiempo.

Cuando todo se había consumado, nos incorporamos como si nada hubiera acontecido y comenzamos a caminar en silencio. El acto había tenido la pasión de dos adolescentes, pero no su frescura. No éramos los mismos amantes de hace una década y ambos percibíamos esa orfandad de sensaciones. Mi andar cortaba la brisa que desnudaba mi alma, mis ángeles y demonios corrían presurosos tras de mí, tratando de perdonar mi amor pagano. Palmiro, más hábil que yo en romper silencios, me pidió opinión acerca de los alcances de la guerra civil que ya asolaba otras provincias.

—Lo que más me preocupa son mis niños —le confesé— y espero con ansias el regreso de Andrés para que emigremos a otras tierras.

—¿Le amas verdad? —preguntó con voz profunda.

—Crece su imagen a la sombra de mis errores —aclaré.

—Entiendo —me contestó.

Algo nos decía que los vientos ya no soplaban a favor de la nostalgia. Tanto gané en aquel momento y tanto perdí. Me quedé abrazando un pasado que ahora se trababa en lucha con dos historias tan dispares como imposibles de ensamblar.

Él tomó mi mano y buscó amparo en una pregunta efímera.

—¿No nos veremos más?

—Tengo la extraña percepción, que volveremos a vernos por última vez —respondí.

Él permaneció por un instante en silencio sin dejar de observarme, luego, retrocediendo unos pasos, me dio su espalda y echó a andar perdiéndose en la fronda adormecida.

Volví a casa, con el cansancio propio de una jornada aceitunera. Al llegar abrí la puerta y en la sala, se sentía aún el calor del hogar en el último chisporroteo de sus cenizas. La lencería de cama estaba inmaculada, la cocina estaba lista para preparar un tentempié, los muebles vacíos de la vivienda daban señales de una mudanza pensada, excepto mi guardarropa, que permanecía intacto. Ingresé con temor e intriga a la habitación y, descubrí sobre la mesa de luz un mensaje escrito por Andrés, de puño y letra. Comencé a leerlo con avidez sentada sobre mi lecho y, esto decía:

 

Jaén, miércoles 31 de marzo de 1937.

Querida Paula:

Hoy regresé a buscarte, pero tú estabas ausente. Tengo amigos en el extranjero que me ponen al tanto del conflicto armado que amenaza envolver a toda España. Yo mismo renté un piloto con su avión, que hoy abordaremos a plena luz del día, con nuestros niños, tus hermanas y sus críos. Tomaremos rumbo a Portugal, previa escala en un campo improvisado donde nos esperan para darnos combustible. Intentaremos arribar al aeropuerto portugués de Faro, sobre el Atlántico. Sospecho que Jaén, también será atacada por grupos antagónicos que solo dejarán escombros, dolor y muerte. Aviones alemanes, italianos y rusos, desgarran los cielos de España sembrando el caos por doquier. Lo mismo sucede en tierra, donde guerreros que no son los nuestros, nos apuntan con sus armas sin piedad. Esto no es una guerra civil, Pauliña, esto es un ensayo de guerra mundial, cuyas únicas víctimas somos los españoles. Me afincaré en casa de gente amiga en el vecino país y, cuando fije mi nueva residencia os lo haré saber. Os agradezco, Paula, el supremo esfuerzo hecho por ti, por intentar amarme y por tratar de olvidar a tu hombre. Sin rencores, la posibilidad de volver a tu familia sigue intacta, pero debe producirse antes que Jaén vista de luto.

Andrés Coronel, se inclina reverente ante ti y, ¡que viva España!

 

El jueves primero de abril, amanecí con las incipientes luces de la alborada sin tener una idea clara acerca de mi futuro. Andrés me había dejado un fajo de pesetas en un pequeño cofre de madera, pero había que cuidarlas porque, cuando un pueblo se alza en armas, la miseria lo aguarda en retaguardia. Todo era calma en Jaén, hasta pasadas las cinco de la tarde. Media hora después nos sacudió un estrépito que rompía los tímpanos: eran bombas arrojadas desde una escuadrilla de aviones volando rasantes sobre la ciudad. Mi primera intención fue acurrucarme debajo de la cama, pero, de inmediato, salí al exterior corriendo sin control hacia la loma, mientras los olivos alcanzados por la metralla ardían como teas a mí alrededor. Ni los olivares de Jaén, ni los trigales de Córdoba, podrían ponerle remedio a tanto dolor. De pronto sentí las manos enérgicas de un hombre, tratando de detenerme, era Palmiro, quien me tomó de un brazo y me hizo volar sobre mis piernas, tratando de alcanzar un granero al pie de la loma que, a él, le servía de vivienda. Cuando llegamos al lugar, solo asomaban temblorosas, las paredes bajas cargadas con sus propios escombros. El bombardeo ya había cesado, pero, de pronto, divisamos un último avioncillo, que venía hacia nosotros esparciendo un abanico de metralla luminosa. Buscamos refugio detrás de uno de los agrietados muros, hasta que todo se hizo silencio. Luego Palmiro extendió su mano y tomó la mía y de un salto salimos fuera de los escombros. En ese instante nos sorprendió ver los cuerpos yacentes de un hombre y una mujer parecidos a nosotros. Sin preocuparnos por algo que, curiosamente, no nos conmovía, caminamos casi flotando entre la hierba somnolienta, en dirección a un rayo de luz que no cesaba. A nuestras espaldas, una anciana piadosa auscultaba esos cuerpos exánimes, sin siquiera notar nuestra presencia. Ella puso flores de azahar sobre los pechos de ambos, mientras nosotros la observábamos desde lo alto, ya próximos a esa luz que no encandila, que no hiere, que nos envuelve plácidamente en una paz indescriptible.